Instalaciones de Torrespaña, una de las señas de identidad de TVE que, sin embargo, no pertenece a TVE sino a Retevisión
El guateque
7 de Mayo.- Estos días pasados ha saltado a los medios la noticia de que el Gobierno español, siguiendo el ejemplo de otros países europeos (Francia, el Reino Unido) ha decidido tomar las medidas necesarias para eliminar la publicidad de la cadena pública de televisión RTVE.
Era una acción que, desde antiguo, le habían reclamado las televisiones privadas que veían como, con su poder de compra de publicidad, eventos y producciones varias (sobre todo las suculentas series y películas americanas) el departamento comercial de Televisión Española distorsionaba gravemente el mercado.
(O sea, tiraba los precios, porque las televisiones públicas utilizan para comprar estos productos el dinero público, el cual, en España, todo el mundo da por infinito y por utilizable sin tener que rendirle cuentas a nadie).
Hasta aquí, bien: TVE salía del mercado publicitario, el mercado recuperaba sus precios, los millones que la pública absorvía le alegraban las pajarillas a los alicaídos balances de las que hasta hace poco eran las televisiones (y las empresas) más rentables de Europa y aquí paz y y Dios en la de todos.
Pero naturalmente, TVE, a pesar de los últimos adelgazamientos, es una gran empresa que necesita dinero (y mucho) para sostener el tren de gasto al que los telespectadores están acostumbrados.
El Estado Español, naturalmente, no pasa por su mejor momento recaudatorio y, me temo mucho, no tendría demasiada buena prensa que, con la que está cayendo, saliese en los periódicos que los impuestos de los españoles se emplean para sacar del paro a los famosuelos bailarines del concurso de Anne Igartiburu. A este gran dilema, el Gobierno ha respondido pasando la gorra armado con una navaja de Albacete para que nadie se pueda resistir a dar su óbolo: las empresas de telecomunicaciones (e, indirectamente, sus clientes a través de la factura de Internet y Telefonía) pagarán TVE.
Los grandes consorcios de comunicaciones –que, hasta el aznarato, eran monopolios jugosamente privatizables y luego, jugosamente privatizados- han puesto el grito en el cielo y han amenazado con aplicar una medida que en España, el reino de la Tele Gratis, sería fuente de enormes dolores de cabeza para cualquier Gobierno: escribir en rojo (y en grande, presumiblemente) el porcentaje de la factura con la que el consumidor contribuye a que TVE sea la tele hedionda que es en la actualidad.
Sin embargo, lo que está en juego no es quién paga el guateque sino si de verdad el país necesita que exista TVE y, si se necesita, para qué sirve una cadena de televisión pública y qué cosas debe de hacer esa cadena (cosas para las que no debería servir: la telebasura y el bombo partidista, por ejemplo).
Pero el de TVE no es el único caso sangrante. Pondré otro ejemplo: en Austria hay siete länder o provincias, pero a nadie se le ha ocurrido poner una cadena de televisión pública en cada land. Ya les cuesta a muchos austriacos tragar con la inflación funcionarial que suponen 9 parlamentos provinciales, como para ponerles una tele. La cadena pública estatal tiene sus desconexiones y punto. Pues bien: en Madrid, provincia española en la que yo nací, los ciudadanos mantienen una televisión pública con la friolera de 1300 empleados (para que se aprecie la escala de esto: Mundo Perdido, la cadena de ámbito nacional en la que yo trabajé en España, tiene en la actualidad algo más de 800 trabajadores). Telemadrid mantiene, entre otros lujos asiáticos, corresponsales en las principales ciudades del planeta y puja en unión de las otras cadenas regionales por los carísimos derechos de la liga de fútbol que, en España, con las cosas como están, se llevan la parte del león de la publicidad.
Pero no es la única. Los gobiernos autonómicos españoles mantienen otras tantas cadenas de televisión que aspiran a competir en lujo y prestaciones con las nacionales pero que sólo sirven para a) emitir al éter un folklorismo trasnochado y b) servir de amplificador a las tesis políticas de los gobiernos autonómicos de turno a través de los espacios informativos.
El asunto plantea varias preguntas importantes que, a mi modo de ver, no se resuelven con quitar la publi de TVE: ¿Para qué vale una televisión pública? ¿Qué debería hacer una tele pagada por los ciudadanos?¿Ubi sunt las producciones de calidad de TVE de cuando no había televisiones privadas? ¿De verdad hacen falta las televisiones autonómicas? ¿Una tele de calidad es deficitaria per se? Lo que está en cuestión no es el pago del modelo, sino el mismo modelo.
Era una acción que, desde antiguo, le habían reclamado las televisiones privadas que veían como, con su poder de compra de publicidad, eventos y producciones varias (sobre todo las suculentas series y películas americanas) el departamento comercial de Televisión Española distorsionaba gravemente el mercado.
(O sea, tiraba los precios, porque las televisiones públicas utilizan para comprar estos productos el dinero público, el cual, en España, todo el mundo da por infinito y por utilizable sin tener que rendirle cuentas a nadie).
Hasta aquí, bien: TVE salía del mercado publicitario, el mercado recuperaba sus precios, los millones que la pública absorvía le alegraban las pajarillas a los alicaídos balances de las que hasta hace poco eran las televisiones (y las empresas) más rentables de Europa y aquí paz y y Dios en la de todos.
Pero naturalmente, TVE, a pesar de los últimos adelgazamientos, es una gran empresa que necesita dinero (y mucho) para sostener el tren de gasto al que los telespectadores están acostumbrados.
El Estado Español, naturalmente, no pasa por su mejor momento recaudatorio y, me temo mucho, no tendría demasiada buena prensa que, con la que está cayendo, saliese en los periódicos que los impuestos de los españoles se emplean para sacar del paro a los famosuelos bailarines del concurso de Anne Igartiburu. A este gran dilema, el Gobierno ha respondido pasando la gorra armado con una navaja de Albacete para que nadie se pueda resistir a dar su óbolo: las empresas de telecomunicaciones (e, indirectamente, sus clientes a través de la factura de Internet y Telefonía) pagarán TVE.
Los grandes consorcios de comunicaciones –que, hasta el aznarato, eran monopolios jugosamente privatizables y luego, jugosamente privatizados- han puesto el grito en el cielo y han amenazado con aplicar una medida que en España, el reino de la Tele Gratis, sería fuente de enormes dolores de cabeza para cualquier Gobierno: escribir en rojo (y en grande, presumiblemente) el porcentaje de la factura con la que el consumidor contribuye a que TVE sea la tele hedionda que es en la actualidad.
Sin embargo, lo que está en juego no es quién paga el guateque sino si de verdad el país necesita que exista TVE y, si se necesita, para qué sirve una cadena de televisión pública y qué cosas debe de hacer esa cadena (cosas para las que no debería servir: la telebasura y el bombo partidista, por ejemplo).
Pero el de TVE no es el único caso sangrante. Pondré otro ejemplo: en Austria hay siete länder o provincias, pero a nadie se le ha ocurrido poner una cadena de televisión pública en cada land. Ya les cuesta a muchos austriacos tragar con la inflación funcionarial que suponen 9 parlamentos provinciales, como para ponerles una tele. La cadena pública estatal tiene sus desconexiones y punto. Pues bien: en Madrid, provincia española en la que yo nací, los ciudadanos mantienen una televisión pública con la friolera de 1300 empleados (para que se aprecie la escala de esto: Mundo Perdido, la cadena de ámbito nacional en la que yo trabajé en España, tiene en la actualidad algo más de 800 trabajadores). Telemadrid mantiene, entre otros lujos asiáticos, corresponsales en las principales ciudades del planeta y puja en unión de las otras cadenas regionales por los carísimos derechos de la liga de fútbol que, en España, con las cosas como están, se llevan la parte del león de la publicidad.
Pero no es la única. Los gobiernos autonómicos españoles mantienen otras tantas cadenas de televisión que aspiran a competir en lujo y prestaciones con las nacionales pero que sólo sirven para a) emitir al éter un folklorismo trasnochado y b) servir de amplificador a las tesis políticas de los gobiernos autonómicos de turno a través de los espacios informativos.
El asunto plantea varias preguntas importantes que, a mi modo de ver, no se resuelven con quitar la publi de TVE: ¿Para qué vale una televisión pública? ¿Qué debería hacer una tele pagada por los ciudadanos?¿Ubi sunt las producciones de calidad de TVE de cuando no había televisiones privadas? ¿De verdad hacen falta las televisiones autonómicas? ¿Una tele de calidad es deficitaria per se? Lo que está en cuestión no es el pago del modelo, sino el mismo modelo.
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