Este hombre y la tierra (2/2)
22 de Mayo.- Las mañanas de piscina se desarrollaban en el cesped si hacía algo de fresco, o siguiendo la absurda rutina que he mencionado más arriba (bueno, más abajo) si el calor era el normal en Madrid en pleno verano. Esto es, sofocante.
Yo, vencía la repulsión que me da el agua congelada, nadaba un poco (con cuidado de no meter mucho la cabeza debajo del agua no fuera que, con el cloro, se me pusiera el pelo rubio platino) y luego, tiritando y con los labios morados, volvía a salir –o sea: para mirar el reloj y ver cuánto tiempo quedaba aún de aquella forma tan idiota de perder el tiempo-.
Mis amigos, en cambio, parecían estar en su elemento y no hacían más que inventar formas sofisticadas de tirarse al agua, o de tirar al agua a otros.
Yo, vencía la repulsión que me da el agua congelada, nadaba un poco (con cuidado de no meter mucho la cabeza debajo del agua no fuera que, con el cloro, se me pusiera el pelo rubio platino) y luego, tiritando y con los labios morados, volvía a salir –o sea: para mirar el reloj y ver cuánto tiempo quedaba aún de aquella forma tan idiota de perder el tiempo-.
Mis amigos, en cambio, parecían estar en su elemento y no hacían más que inventar formas sofisticadas de tirarse al agua, o de tirar al agua a otros.
Es curioso, pero yo debí de perder la afición a las piscinas heladas en algún momento del principio de mi adolescencia. Recuerdo que, cuando no sabía nadar, no había quien me sacara del agua.
A las dos o las tres llegaba la hora de comer. Era el momento de coger las viandas que llevábamos en la mochila y saltar el murete bajo que hacía de frontera del cesped (algo así como abandonar el país de Oz para darse de morros con el desierto de Kansas). Avanzabas entonces por el secarral ardiente hasta unos sombrajos cubiertos de cañizo que recibían el pomposo nombre de merendero. Allí se sentaba uno a comerse el bocata y a pelear con las avispas, después de pagar una fortuna por una lata de coca-cola fría. Digo una fortuna porque, dados nuestros ingresos, pagar ciento veinticinco pelas por una lata era como si ahora nos cobraran sesenta euros.
Aquel era el mejor momento del día, porque conllevaba la realización de algunas actividades presumibles en indivíduos de la especie Homo Sapiens Sapiens. O sea, que no sólo utilizábamos el pulgar abatible que constituye uno de nuestros mayores éxitos evolutivos para empuñar los bocatas de tortilla, sino que también ejercitábamos la capacidad lingüística, aunque fuera para cometidos algo primitivos como el de juzgar la faceta más carnal (¿Debería decir cárnica?) de los objetos de deseo en edad de merecer que teníamos a la vista. Teníamos dieciseis, no dábamos pa´más.
Recuerdo que teníamos un amigo (mi hermano lo ha mencionado en el comentario de la anterior entrada) al que llamábamos el National Geographic porque comía con la boca abierta (“Así lo ves tú; así te lo enseña National Geographic”); le pirraban los plátanos maduros (casi negros) que, a los demás, la verdad, nos daban un poco de cosa. Él se los comía (con la boca abierta) al tiempo que los estrujaba con las manazas hasta convertirlos en una masa pringosa (qué tiempos, qué alegre promiscuidad en la que todo, hasta esto, nos daba igual).
Luego, venía la digestion (más evaluación de objetos sexuales, partidas de cartas, choteitos varios, fútbol, quinielas y otros pasatiempos de jubilado) y por último, una repetición de la rutina matinal, con el punto a favor de que, debido al abrasador calor matritense y a los regalos líquidos de algunos infantes de vejiga incontinente, el agua estaba a una temperatura un poco más civilizada.
Mis amigos apuraban hasta el último minuto antes de emprender, mohínos, el para mí gozoso camino de los vestuarios (ese reino que, según las madres, sólo había que pisar calzado porque era el paraíso de los hongos contagiosos). A veces, sin embargo, sucedía que a las cinco de la tarde estallaba una benéfica tormenta que obligaba a las marujas a reproducir escenas del diluvio universal. Orondas walkirias en bañador enterizo floreado corrían entonces hacia los techados con un crío bajo un sobaco y la nevera, la sombrilla y las toallas sujetas como podían con otras partes de su cuerpo. Mis amigos abominaban de los negrores del firmamento y yo me sentía un traidor porque, en el fondo de mi alma, me alegraba de que los ventarrones amenazaran con llevarse los cañizos del merendero y los rayos con herir las copas de los santos chopos.
Es curioso, pero aquella sensación refrescante de la tormenta es lo que mejor recuerdo de aquellos días. Eso, y cierta extraña fijación con Marta Sánchez (*). Misterios de la memoria.
A las dos o las tres llegaba la hora de comer. Era el momento de coger las viandas que llevábamos en la mochila y saltar el murete bajo que hacía de frontera del cesped (algo así como abandonar el país de Oz para darse de morros con el desierto de Kansas). Avanzabas entonces por el secarral ardiente hasta unos sombrajos cubiertos de cañizo que recibían el pomposo nombre de merendero. Allí se sentaba uno a comerse el bocata y a pelear con las avispas, después de pagar una fortuna por una lata de coca-cola fría. Digo una fortuna porque, dados nuestros ingresos, pagar ciento veinticinco pelas por una lata era como si ahora nos cobraran sesenta euros.
Aquel era el mejor momento del día, porque conllevaba la realización de algunas actividades presumibles en indivíduos de la especie Homo Sapiens Sapiens. O sea, que no sólo utilizábamos el pulgar abatible que constituye uno de nuestros mayores éxitos evolutivos para empuñar los bocatas de tortilla, sino que también ejercitábamos la capacidad lingüística, aunque fuera para cometidos algo primitivos como el de juzgar la faceta más carnal (¿Debería decir cárnica?) de los objetos de deseo en edad de merecer que teníamos a la vista. Teníamos dieciseis, no dábamos pa´más.
Recuerdo que teníamos un amigo (mi hermano lo ha mencionado en el comentario de la anterior entrada) al que llamábamos el National Geographic porque comía con la boca abierta (“Así lo ves tú; así te lo enseña National Geographic”); le pirraban los plátanos maduros (casi negros) que, a los demás, la verdad, nos daban un poco de cosa. Él se los comía (con la boca abierta) al tiempo que los estrujaba con las manazas hasta convertirlos en una masa pringosa (qué tiempos, qué alegre promiscuidad en la que todo, hasta esto, nos daba igual).
Luego, venía la digestion (más evaluación de objetos sexuales, partidas de cartas, choteitos varios, fútbol, quinielas y otros pasatiempos de jubilado) y por último, una repetición de la rutina matinal, con el punto a favor de que, debido al abrasador calor matritense y a los regalos líquidos de algunos infantes de vejiga incontinente, el agua estaba a una temperatura un poco más civilizada.
Mis amigos apuraban hasta el último minuto antes de emprender, mohínos, el para mí gozoso camino de los vestuarios (ese reino que, según las madres, sólo había que pisar calzado porque era el paraíso de los hongos contagiosos). A veces, sin embargo, sucedía que a las cinco de la tarde estallaba una benéfica tormenta que obligaba a las marujas a reproducir escenas del diluvio universal. Orondas walkirias en bañador enterizo floreado corrían entonces hacia los techados con un crío bajo un sobaco y la nevera, la sombrilla y las toallas sujetas como podían con otras partes de su cuerpo. Mis amigos abominaban de los negrores del firmamento y yo me sentía un traidor porque, en el fondo de mi alma, me alegraba de que los ventarrones amenazaran con llevarse los cañizos del merendero y los rayos con herir las copas de los santos chopos.
Es curioso, pero aquella sensación refrescante de la tormenta es lo que mejor recuerdo de aquellos días. Eso, y cierta extraña fijación con Marta Sánchez (*). Misterios de la memoria.
(*) Cuando he escrito esto, estaba pensando exactamente en esta canción, pero no había vuelto a ver el vídeo desde entonces. No tiene desperdicio. Qué tinte. Qué cejas negras. Qué tipos tocando los instrumentos. Qué cándida es la adolescencia.
5 comentarios:
A mi marta Sanchez me ponía loco, ahora no le vceo mucho la gracia, y mis motivos para odiar las piscinas he de decir que tenian mas que ver con la falta de "cortesia" que tiene un montón de gente en cueros de los cuales, salvo los niños, agunos adolescentes y cada vez menos según tenian mas edad, eran un atentado a la estetica visual, nunca me ha gustado ese sitio tan extraño en comportamiento (jamás nos quitariamos la camisa en otro sitio sin ser mirados o sentirnos mirados). LAs piscinas si que me gustan, las privadas, yo y nada mas que yo o a los sumo una diosa (casi siempre en mi imaginación), o una playa semidesierta, con los grupos fuera del alcance de las ondas acusticas como mínimo...
Las piscinas... qué recuerdos... creo que antiguamente, al menos para mi, tenían más significado que hoy en día para los chavales de la misma edad.
El recuerdo que tengo yo de estos centros recreativos es un poco escaso. ¿La razón?, que era algo extraño en mi vida ir a la piscina, era un día especial. Aún teniendo amigos cuya rutina diaria era ir todos los días.
Una anécdota me ocurrió estando en la piscina del barrio y al cuello un colgante regalo de mi madre. Había muchísima gente dentro del agua, tendría yo 12 o 13 años y de pronto un manotazo sobre mí me despojo del collar en cuestión.
Mi reacción fue inmediata, me abalance sobre la persona que lo había hecho recriminando y reclamando mi apreciado objeto. Creo que el "ladrón" en cuestión se alucino tanto de que un chavalín le plantara cara que no le quedo otro remedio que devolverlo ipso facto.
Al salir del agua y pensándolo friamente... son de esas cosas que se hacen con sangre caliente. ¿Por qué?, el contrario en cuestión era un chicarrón de raza gitana grande como un mayo y acompañado de sus "primos", 5 o 6... No sé si lo hubiera hecho de haber visto el panorama antes. Pero aquel colgante significaba mucho para mi.
Vaya rollo he metido.
Las piscinas... sinónimo de verano.
Un saludo!
P.D.: hablando de piscinas... aquí un grupo zaragozano dando unas recomendaciones sobre el uso de ellas... siento la calidad del video, no he encontrado otra cosa mejor...
http://www.youtube.com/watch?v=B3ju0Xe2V6s
Hola a los dos:
Muchas gracias otra vez por vuestros comentarios.
A Joako: a mí, lo de desnudarme, la verdad es que me ha dado un poco lo mismo...A mí me molestaba el tener que estar en unos metros cuadrados, vallados, todo el día. Pronto se acababa la información novedosa y me aburría. Marta Sanchez ahora, en la distancia, la verdad es que era pavilla jejeje.
A Jorge: a mí me pasó una cosa parecida una noche en la Gran Vía de Madrid. Alguien intentó quitarme la cartera y la verdad es que, sin pensarlo, le di un manotazo que luego la verdad me dio miedo, con lo que hay por ahí. Si me hubiera sacado un arma de algún tipo, la verdad es que no hubiera sabido que hacer.
Saludetes
Qué recuerdos!!! Como comenta mi hermano, yo era de los que inventaban la forma en que nos tirábamos a la piscina. Me encantaba la piscina. De hecho, es una de las cosas que recuerdo de aquellos veranos y que sé que se fueron y que nunca será igual. Bendita inocencia!!!
Era el renacer de los instintos básicos para todos nosotros con las edades que teníamos. Era la oportunidad de ver a las compañeras de clase como nunca las habías visto (pero sí imaginado). Para mi era todo lo contrario que para mi hermano, un placer de futbol, muheres, cartas, más futbol, más muheres ...
Qué epoca aquella!!!
Qué decirte, herpato...Yo también me lo pasaba muy bien (menos por lo del fútbol, claro ;-)
Cuidaterrr
Publicar un comentario