Cómo acabar con los ojos como dos magdalenas de La Bella Easo

El campo de Mauhausen el día de su liberación

10 de Mayo.- Hoy, en un recuadrito del Heute,aparecía una foto de la vicepresidenta del Gobierno español (Sra. Maria Teresa Fernández de la Vega) junto al canciller Faymann y a otra señora cuyo nombre no recuerdo –quizá la esposa del canciller-. Fernández de la Vega aparecía con rostro serio, las facciones contraídas en una mueca que, aunque quería ser la máscara de la inexpresividad, traicionaban la sensación que invade a cualquiera que traspase los muros del campo de trabajo de Mauthausen.

La Sra. Fernández de la Vega, junto con una nutrida representación de políticos procedentes de toda Europa, estuvo ayer en Austria para conmemorar el aniversario de la liberación del campo por las tropas aliadas. Hacía un día soleado, y los informativos sacaron imágenes de los pocos ancianos sobrevivientes e, incluso, los reporteros tuvieron la ocasión de entrevistar a algunos señores mayores que nacieron en el campo o de camino a él y que, milagrosamente, sobrevivieron.

La única vez que yo he estado en Mauthausen, en 2006, el día no era, ni mucho menos, tan risueño.

Fui porque le insistí mucho a un amigo en que me llevara. Mi amigo, austriaco de nación, era incapaz de pensar por qué, entre todas los lugares hermosos que hay en este país (que las hay, como saben mis lectores, a cascoporro) yo quería ir precisamente a un sitio tétrico como es Mauthausen. Sin embargo, como le di la brasa muchísimo y los dos estábamos en una situación laboral que nos lo permitía (él disfrutaba entonces de una cómoda excedencia y yo estaba en el desempleo más miserable) un día nos subimos al coche y emprendimos el camino a Linz.

El invierno del 2006 fue especialmente duro y, aquel día de principios de febrero, el termómetro del automóvil marcaba varios grados bajo cero. Había estado nevando toda la noche y, por las ventanillas, desfilaban veloces extensiones blancas. El cielo, plomizo, parecía querer precipitarse sobre la tierra en una tempestad de copos.

Tomamos un desvío y llegamos a Mauthausen pueblo, que no se diferencia en nada de otras ciudades pequeñas de este país. Sobre una pequeña elevación del terreno, apenas una loma, está la mole del campo. Un edificio de piedra gris parecido a un castillo bajo y macizo.

Quizá para preservar mejor ese templo del horror o quizá por una involuntaria propensión a la teatralidad de los administradores actuales del monumento, no se puede ir en coche nada más que hasta un determinado punto. Un aparcamiento en el cual, aquel día, había solo un par de coches y un autobús de pasajeros de apariencia inocente.

Cuando empecé a subir la cuesta que llega hasta la puerta del campo había empezado a nevar mansamente, y lo blanco ofrecía un silencio denso y esponjoso. Al pasar por el dintel de aquella puerta, sentí que dejaba atrás toda esperanza y una mano invisible me estrujó el estómago. Conseguimos una audioguía en la que una voz de mujer, con un feísimo acento extranjero empezó a contar en español las atrocidades sufridas por los prisioneros. Al entrar en los barracones desiertos, oscuros y silenciosos, yo empecé a llorar. Al principio, disimuladamente. Luego, atravesamos la ancha calle que lleva hasta donde estuvieron las duchas y la cámara de gas. Hacía un frío helador y yo ya era incapaz de contener el llanto (por suerte, estábamos bastante solos). Empecé a sollozar de un modo que incluso a mí me dio vergüenza cuando aprendí algo que no sabía: muchísimos muertos de Mauthausen, casi ochomil personas, habían sido españoles. Sus pertenencias, sus fotos, cartulinas con sus datos escritas a máquina, estaban expuestas por las cercanías de la cámara de gas; la cual, por otra parte, no pasaba de ser un cuchitril dificilmente preservado de goteras, pintado de gris ceniza hasta media pared. Quisiera decir que encontré fuerzas para decir una oración, pero la verdad es que el lugar me agredió tanto, con su frialdad, con su pequeñez, con su insoportable cutrez, que no recuerdo si encontré fuerzas para rezar por nadie. Recuerdo haber llorado mucho, hasta que se me hincharon los ojos, pero no fue un llanto liberador, sino unas lágrimas opresivas que no me dejaron más tranquilo.

Cuando devolvimos las audioguías, como mi amigo me vio impresionadísimo y tembloroso, me dijo:

-Hale Paco, vámonos a Linz y nos tomamos un café. Que nos lo hemos ganado.

3 comentarios:

m. dijo...

Hace poco leí un libro de viajes por Europa y, en el capítulo dedicado a Austria, el escritor se entrevistaba con un chico que trabajaba en este mismo campo de concentración (creo que como guía o como limpiador, no sé). Le estuvo preguntando por los chavales que lo visitaban, qué actitud tenían y todo eso, y me sorprendió la respuesta del chico: dijo que en Austria es obligatorio que los niños (creo que a los 15 años) visiten los campos de concentración, que forma parte del plan educativo o algo así. Desde luego, es una visita que (por lo que me ha contado la gente que ha estado allí) a pocos deja indiferente. A todo esto, también recuerdo un debate en el que se discutía si está bien que se conserven estos lugares tan atroces y que se permita la visita a ellos. La pregunta era si son un homenaje a las víctimas, un recuerdo macabro o (para algunos) una glorifiación de lo que hicieron. Saludos, Paco (y gracias por la traducción, ya te mandaré la respuesta aunque creo que la podré descifrar yo solita). Jeje.

Duque dijo...

Cuando estuve en Dachau sentí un mal rollo palpable, pero al visitar Auschwitz aquello fue otra cosa. No llegó al llanto pero fue una de las experiencias más extrañas de mi vida: por azar todos nos desviamos unos de los otros y vimos diferentes partes, a cual más chocante. El día además era oscuro y tristísimo; pero lo peor fue encontrarse en una caseta de ésas a oscuras (porque llovía a cántaros), tener que salir corriendo para coger el bus y guiarte por medio de las vías del tren porque apenas se veía nada con la espesa lluvia. Impresionante y demoledora visita. Por otra parte, estar en Mathausen en el lugar donde tantos españoles perecieron debe ser también una sensación muy fuerte. Tendré que ir alguna vez. Un abrazo

Paco Bernal dijo...

Hola a los dos:

A m. Tienes toda la razón. Aquí tienen que verlo todos los chavales. Y les ponen videos en el colegio. Y te puedo asegurar que no deja indiferente. Bueno, qué te voy a contar si has leido el post.

Saludetes

A the Duke: hay una cosa que has dicho y que llama muchísimo la atención: en Mauthausen tampoco hay colores. El pardo de la piedra, el gris del cemento y ya. Es lo que más sobrecoge.

Un abrazo