21 de Junio.- Kleinerdorf (es un nombre inventado) es un lugarejo fronterizo de una impersonalidad que dan ganas de colgarse del pino más cercano.
Las casitas, dispuestas de cualquier manera sobre una extensión de varios kilómetros cuadrados, son cajas de hormigón rodeadas de jardines recortados con una precisión se diría que maniática. Las ventanas, protegidas con invariables visillos con encajes impolutos, miran como ojos vacíos las calles desiertas, dejando entrever la oscuridad de unos interiores deshabitados, diseñados sin duda para albergar robots. Sólo la escuela local parece haber sobrevivido a la pasión controladora de una opinión pública que debe de tener fobia a lo diferente. Escondida a un lado de una puerta lateral aparece una pintada de proporciones minúsculas. Un balón de fútbol abandonado en una cancha de cemento sueña con un pie de niño que le ayude a creerse que los milagros son posibles.
Caminamos un rato haciendo tiempo para que un amigo pueda visitar a su madre anciana. Sin embargo, Kleinerdorf no da para muchos paseos. Una iglesia, un palacio del siglo XVIII y un cuartel en el que un grupo de quintos se afana en echarle gasolina a un camión. Poco más. Tras un cuarto de hora estamos de nuevo delante de la cancela de la propiedad. Un enorme campo de forma rectangular a cuyo fondo, respaldada por un espeso y fragante arbolado, está la casa en donde vive la mujer.
Desde la puerta de entrada, mi amigo nos hace señas para que pasemos. Recorremos un caminito mordido amorosamente por el césped hasta llegar donde él está. Sonriendo, como quien habla de las travesuras de un crío pequeño dice:
-Mi madre está preocupadísima porque vais a verla y no se ha arreglado.
-No queremos molestar, la saludamos y nos marchamos pronto.
-Sí –dice él- perdonad que no os ofrezcamos café...
(La madre tiene ochenta y cinco años y sufre principio de Alzheimer: sólo esta circunstancia le hace faltar a su deber de anfitriona austriaca de ofrecer a las visitas café y bollos).
Entramos. Mi amigo desaparece tras una puerta que da a una sala en la que se intuye gente. Al momento, aparece con su madre. La anciana se apoya en su brazo. Nos saluda muy cariñosamente. Sin dejar de sonreir, nos da la mano, al tiempo que nos estudia con sus agudos ojos azules, que la enfermedad no ha podido aún empañar. Son dos ojitos amables, un algo coquetos, como dos puntas de alfiler. Nos pregunta cómo nos llamamos.
-De ti me acuerdo porque mi hijo me habla mucho de ti –se dirige a mí- Y tú, ¿Quién eres?
El hijo levanta la voz para vencer la sordera de la mujer:
-¡Paco, mamá! Se llama Paco. Y es español.
-¿Español?
-¡De España!
La mujer abre una sonrisa grande como una flor.
-Pues haberlo dicho antes, hombre. Así me acordaré de ti.
Entramos a la salita que, como todas las habitaciones de ancianos, parece un refugio preparado para sobrevivir a cualquier catástrofe natural. Hay una cama reclinable, una estantería llena de medicinas, una televisión apagada y dos mujeres más que, silenciosas (sin que se tenga la sensación de que nuestra llegada ha interrumpido ninguna conversación) aguardan a que el tiempo pase con las manos cruzadas sobre el regazo.
La anciana se acerca a la más joven. Una cuarentona de cara cuadrada, de fuertes rasgos campesinos, con el pelo teñido de caoba. Le da en el hombro como si la mujer sufriese algún tipo de enfermedad molesta pero inofensiva.
-¡Eslovaca! Es de Eslovaquia. Esta es la que me cuida.
La tercera mujer, de una vejez resignada, ni se inmuta.
Nos sentamos a la mesa protegida con un hule. Sobre ella, el periódico del día con una foto a toda plana de la princesa Victoria de Suecia y su flamante marido.
Le pregunto por la boda. La señora sonríe ufana:
-Muy bonita ¡La vi en la tele! –y me señala el aparato- y tú, ¿De dónde eres?
-¡Español, mamá! ¡De España!
La señora se da un cachetillo en la frente y sonríe con cierta coquetería.
-Claro, claro, de España. Un tío mío combatió en la guerra de España –cuenta con los dedos- en Valencia, en Barcelona...Vio corridas de toros. Eso es en España ¿Verdad?
-Sí, sí.
-Pues entonces, cuando digas lo de las corridas de toros, me acordaré de ti.
El hijo interrumpe la conversación.
-¡Mamá! ¿has hecho los deberes?
-¿Los deberes?
-El libro que te dejé ahí para que te acordaras. La doctora te dijo que tienes que practicar.
La mujer me mira como si el hijo hubiera dicho algo inaudito.
-¡Pero si es un libro así de gordo! ¡¿Cómo quieres que me lo aprenda todo?! Yo ya no necesito aprender más. Además, yo tengo mi dinero en el banco. Mi hijo me da lo que necesito y ya está –y luego señala con el pulgar a la otra señora, que ha permanecido todo este tiempo silenciosa- no como la hija de esta, que no tiene más que deudas y la van a llevar a juicio y todo.
La otra mujer, como si fuera la culpable de las deudas de su hija, baja los ojos y se encoge un poco en la silla
2 comentarios:
Que si Paco, que me gustan tus crónicas.
Un abrazo.
Y yo que me alegro de que te gusten :-)
Abrazos tambíén
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