Berlín (y 3)

Tercera parte: La pereza no es un pecado

17 de Agosto.- Bajo las pantallas del canal interno del metro berlinés, una joven turca lee un periódico, la cabeza cubierta por un pañuelo de seda; cerca de ella se sientan las señoras macizas, de edad indefinible, con la piel gastada por una alimentación pensada para que no haga falta alargar la edad de jubilación. Mujeres con el pelo cortado como sus maridos, rubiáceas la mayoría, con un mechón rosa o lila, vestidas con ropa de verano barata. O más allá, de pie, el joven turco con los pantalones de vestir abolsados en las rodillas, un faldón de la camisa saliéndole del pantalón, la corbata floja alrededor del cuello. Quizá es un representante inmobiliario, o un vendedor de telefonía móvil. En todo caso, un perfil aguileño, unos ojos marrones como ascuas, un corte de pelo un poco demasiado personal para llevarlo en una oficina. Las cejas, eso sí, milimétricamente depiladas.



(…)



Todos los grupos humanos, a lo largo de los siglos, se especializan en algo. Los austriacos han conseguido recubrir las realidades molestas de su vida con un revoque de merengue. En Berlín, nadie se molesta. Bueno, en Berlín nadie se molesta en casi nada que no sea en reutilizar la casa abandonada o el sofá de polipiel que la tía Helga dejó abandonado cuando puso pies en polvorosa y se pasó al capitalismo.



Un día, paseando por Alexanderplatz, vi a un punk escalar por una fuente que se encuentra frente a los grandes almacenes Galeria (se llaman Kaufhaus Galeria). Abajo, su compañero recaudaba fondos entre los paseantes. Llevaba una camiseta en la que podía leerse “ La pereza no es un pecado”, lo que podría ser el lema de esta ciudad. Berlín, tan activa para otras cosas, es al mismo tiempo una ciudad que carece de la energía necesaria para el fingimiento. Es por eso que, a pesar de no haber tenido (gracias a Dios) ninguna experiencia directa del asunto, por lo del merengue, que decía antes, uno tiene la sensación de que la maldad austriaca es más reconcentrada, más campesina, más soterrada. Es una maldad que crece amenazante tras la presa de una enorme y terrible sonrisa fingida. Algo parecido a lo que dice un personaje de La Casa de Bernarda Alba de García Lorca sobre la protagonista de la obra “Sería capaz de sentarse cinco años sobre tu corazón sin que se le cerrase esa sonrisa que lleva en la cara” (cito de memoria). Un día, la presa se rompe y se descubre que, por ejemplo, el vecino que parecía ejemplar había tenido a la doncella quince años secuestrada a pan y agua.



Si yo tengo razón, algo así sería imposible en Berlín, precisamente porque mantener una ficción, del tipo que sea, exige un grado de perseverancia del que ningún berlinés creo que sea capaz (gracias a Dios, por otra parte). Los austriacos se esfuerzan en ponerle la brida a sus pasiones, en contener el acusadísimo lado sensual que tienen; los berlineses abren la espita y que sea lo que Dios quiera.



Después de haber visto los dos sistemas, de haber respirado el aire de sus calles, lo único que puedo decir es que no estoy seguro de cuál de los dos sistemas sea el mejor. Ni siquiera estoy seguro de que haya un sistema que sea mejor.

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