Berlín


Primera parte: la ciudad modelna

15 de Agosto.- Hay una vieja fábula oriental que cuenta la historia de dos ciegos a los que les pidieron que describiesen un elefante.

A uno le dieron a palpar el rabo y a otro una pata. El del rabo, tras un delicado reconocimiento, anunció seguro que un elefante era largo, fino, más bien perezoso y que tenía la cabeza llena de pelo. El ciego al que le había tocado en suerte la pata se mostró en desacuerdo con él y afirmó en un tono no menos sentencioso que un elefante era alto y cilíndrico, fuerte y de piel áspera.

Berlín, como cualquier otra ciudad, se parece al elefante del cuento.
Hay seguramente tanos berlines como personas que se acercan a él aunque yo, como los ciegos de la fábula, creo haber encontrado el alma de la que seguramente es la ciudad más viva de Europa. Quizá sea porque Berlín, meca a la que acuden todos los que quieren hacerse un gusto y un estilo, no tiene, paradójicamente, ninguno. Es su magia y su virtud, y quizás también, probablemente, la causa de que Berlín sea el espejo de un mundo al que, aunque nos fastidie, querido lector, somos ya ajenos. Porque probablemente seamos demasiado viejos, demasiado reaccionarios y demasiado burgueses para apreciarlo como Dios manda.

Berlín es la ciudad que se ha sobrevivido a sí misma y eso, sin duda, marca. Representa el caso inédito de una urbe que apenas comparte con el núcleo de población de hace cien años el nombre y el espacio geográfico. Lo demás, carne de museo, materia para un plan urbanístico que, hasta ahora, siempre se ha quedado a medias.

Cuando se pasea por Berlín siempre llama la atención el peso brutal de la palabra escrita, del símbolo gráfico. Los cristales del metro están llenos de anagramas de la puerta de Brandemburgo , formando una red inextricable, las paredes, invadidas de grafitis. Incluso el suelo. Cualquier superficie dibujable, escribible, raspable, esta absolutamente colonizada por la mano humana que mancha, que cambia, que modifica, que personaliza, que tunea, que customiza, que borra, que tacha (no paro aquí porque me falte munición, sino para que el lector respire). Hasta el punto de que los espacios definitivamente turísticos (el distrito gubernamental, Unter den Linden, la Isla de los Museos) al estar libres de esta abigarrada plaga de cifras y letras, se ven casi como decorados de película –impresión que, por supuesto, se ve reforzada por el hecho de que todo en esas zonas está, como aquel que dice, recién terminado- Viena es una ciudad para ser admirada, sin embargo los berlineses tienen una relación mucho más física –y mucho menos respetuosa- con la ciudad en la que viven. Una relación que incluye, por supuesto, ensuciarla con una enternecedora terquedad.

Berlín se piensa, Berlín se escribe, y a Berlín se le ocurre promocionarse como el paradigma de una cierta modernidad. Y allá que van todos los que compran su progresía en los supermercados del descreimiento, los cultivadores de todas las poses, a darse su bañito de bohemia salvaje. A hacerse fotos entre la mugre de la casa ocupada. Me viene a la cabeza la imagen de dos americanas de unos treinta años, pijas pijísimas de toda pijidad, a las que pillé en la escalera de Tacheles dando grititos histéricos mientras se pasaban una minúscula (y carísima) cámara digital con la que estuvieron diez minutos haciéndose fotos.

(Continuará)


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