Un niño volviendo del colegio en el barrio parisino de Montmartre
13 de Octubre.- Querida Ainara: el viernes de la semana pasada hice 35 años. A eso de las seis, tu padre me llamó por teléfono y me cantaste el cumpleaños feliz. Luego, me informaste de que tenías tres amigos en el colegio y, después, tu padre y yo estuvimos bromeando a propósito de mi edad. La llamada me pilló en Honfleur, que es un pueblecito de pescadores de Normandía. Está a veinte minutos en coche de Deauville. Es un sitio muy bonito que vive, como casi toda esa zona de Francia, de su pintoresquismo y de fabricar un Calvados que provoca resurrecciones incluso en los casos más desesperados.
Tener 35 años es raro, Ainara. Vamos: tener cualquier edad es raro. Pero a mí me resulta extraño tener conciencia exacta de que estoy en la plenitud de mi vida, sobre todo físicamente. Psicológicamente, no tengo la tontería de los veinte (aunque yo fui una persona, creo, prematuramente responsable y mis tonterías han sido casi todas fruto de errores de cálculo lamentables pero inevitables) y, por supuesto, tengo una tranquila lucidez a propósito de lo que puedo esperar de los seres humanos que pueblan conmigo el planeta.
Se resume pronto: nada.
No me entiendas mal: a lo largo de este tiempo, he conseguido reunir a mi alrededor a un grupo de personas, cuyo germen es nuestra familia, por los que haría cualquier cosa. Son un grupo ni grande ni pequeño, a los que creo que podría perdonárselo todo. Del resto de millones de gentes que pueblan este mundo nuestro sólo espero que perseveren en lo que han venido haciendo desde que el mundo es mundo: cagarla.
Así es la vida. Qué vamos a hacer.
Lo raro, Ainara, es que esta certeza de que el ser humano es un bicho cortísimo, cruel y fundamentalmente malvado, me ha acompañado desde muy temprana edad. Creo que desde que me topé en la escuela con el resto de mis congéneres y me di cuenta de que eran una tropa de alienígenas con los que no tenía nada que ver. De mis tres décadas y media de vida me he pasado, tranquilamente, un treinta y tres por ciento pidiendo perdón por ser diferente y eso, supongo, imprime carácter. En mi caso, la diferencia mola, para qué te voy a engañar. Consistía (y consiste) en que tengo una enorme facilidad para los idiomas, puedo leer bastante deprisa (un libro de trescientas páginas puede caer en un día si no tengo otra cosa que hacer), tengo una memoria bastante aceptable –aunque los estragos de la edad empiezan a notarse exactamente ahí- y creo que puedo expresarme por escrito con bastante claridad –nunca bastante-; si a eso le unes una curiosidad inagotable por todo lo que ignoro, de la que se salvan el fútbol y los coches, y una flexibilidad fuera de la norma para aceptar opiniones y formas de vida que no son las mías, tendrás el perfecto candidato a ser el niño acosado de la clase.
El párrafo anterior, Ainara, es una mera explicación que no está escrita desde el rencor. Sólo para contextualizar una situación que me ha conducido a ser como soy a los treinta y cinco años. Durante todo el tiempo en que la diferencia dolió luché día a día por encontrar estrategias para aceptarme y creo, Ainara, que la relativa paz de la que hoy disfruto viene de que me conozco muy bien y he aprendido a tenerme simpatía. Y ahí voy: durante mucho tiempo, pensé que todo el mundo se tenía cariño menos yo; pero en los últimos tiempos he descubierto que soy raro también para esto.Sé rara tú también, Ainara. Aprende a quererte. Por lo menos un poco.
Besos de tu tío.
2 comentarios:
No me asustes, que esas cosas que dices que te hacen diferente, las tengo yo también: facilidad para los idiomas, leer rápidamente, buena memoria... Pero nunca me han acosado, al contrario, era el ejemplo a seguir. Toda la clase quería ser como yo cuando mis profesores me ponían de ejemplo. Aunque me consta que, en el mundo en que vivimos ahora, me habrían acosado y requeteacosado, vamos, que me habría llevado más palos que una estera. Aunque creo que yo también habría dado algún que otro palo a los que hubieran venido a por mí, que en defenderme no me quedé corta nunca, aunque siempre me defendí más con palabras que con palos, pero bueno.
Amelche Paco fue un niño muy bueno y jamas pego a nadie mas le hubiera valido tener un poco de mala leche en la vida, eso se lo decia siempre su padre el hermano era distinto un beso cielo
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