Una imagen del Musikverein
22 de Octubre.- Si existe el cielo, se parecerá muy probablemente a la sala grande del Musikverein. Mis lectores conocen el espacio, por lo menos de vista, porque en este augusto emplazamiento se celebra el Concierto de Año Nuevo. Ese acontecimiento al que sólo pueden asistir el puñado de privilegiados que caben en la casa de Karlsplatz.
Entrar al edificio siempre le hace a uno pensar en los bienaventurados que, después de dejar atrás los sinsabores de esta tierra, disfrutan de la (algo monótona) compañía de los ángeles, los arcángeles y otras criaturas celestes que han perdido el uso del artilugio que todos llevamos entre las piernas. El tranquilo fulgor del oro viejo, las cúpulas que reproducen los modelos más austeros de la antigüedad, los mármoles, el desvaído recuerdo de su majestad imperial el Káiser Francisco José que honró con su presencia aquellos salones. Ayer estuve en un concierto, por primera vez desde 2006 (fue una de las primeras entradas de este blog) y, la verdad, me lo pasé bastante bien la mayor parte del tiempo.
Se trataba de ver a un percusionista austriaco –insultantemente joven- que tocaba acompañado de una orquesta de no menos de sesenta profesores. Era el plato fuerte de la velada. La primera media hora, un concierto de música contemporánea, obra de un compositor austriaco, durante el cual, la verdad, casi tenemos un disgusto. Resultó que, a dos plazas de mí, se sentó una pareja muy peripuesta que ocupó su lugar con aire un poco ausente. La señora, de unos cuarenta años, llevaba puesto un vestido de punto gris y él una americana tipo patrón de yate que había conocido sus tiempos de gloria cuando Reagan (q.e.p.d.) pisaba las lujosas alfombras de la Casa Blanca. Empieza la ejecución del concierto, el público se recoge en ese respeto casi religioso que preside todas las apariciones en escena de la música clásica (y que el “marco incomparable” del Musikverein favorece), transcurre media hora de subidas, bajadas, flautines que trinan como pájaros, timbales que sugieren la aparición de un dinosaurio, trompetas que coquetean con la escala dodecafónica, cuando, de pronto, recibo un codazo en el costillar. Mi compañía me pide que mire hacia la derecha y veo cómo la pareja está dando unas cabezadas de aquí te espero.
Como mis lectores sabrán, no hay nada peor que querer reirse en esas situaciones en las que el decoro nos lo impide. A saber, funerales, misas, clases dadas por profesores plúmbeos, etcétera. Yo intenté contenerme y abismarme de nuevo en la dificultad de la música (que sólo era un poco menos árida que el rocoso silencio). Nuevos codazos, nuevas miradas de soslayo a la pareja aquejada de narcolepsia, nuevos sudores por mi parte que era incapaz de reirme. Miradas a mi compañía que trataban de ser serias y cohercitivas pero que sólo eran un ruego desesperado de que dejara de hacerme cosquillas en el alma. Al fin, termina la orquesta con un gran chimpún y yo me puedo reir a carcajadas mientras la pareja aplaude como si la música le hubiera transportado a la compañía de las musas que decoran los techos de la sala prestigiosa.
El percusionista, por cierto, muy bien. Aunque, viéndole, no pude dejar de alegrarme de no ser vecino suyo. Yo creo que a la semana le hubiera descerrajado un par de tiros.
-¿Qué es ese ruido?
-El puto vecino que ni trabaja ni ná ¡To´l día con la mierda la música!
1 comentario:
Casi tenemos un disgusto coercitivo, sí. Si es que ese sustantivo y ese adjetivo se pueden colocar juntos, que lo dudo. :-)
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