La madre Teresa de Calcuta en una imagen de 1973 (foto: www.elpais.com)
10 de Noviembre.- Querida Ainara: pensando en uno de los posts de esta semana, el que trató de la visita a España del papa, me acordé de pronto de un episodio que voy a contarte en esta carta y la siguiente.
Aunque de estas cosas da un poco de pudor hablar, te diré que la enfermedad de tu abuela supuso, como es lógico, una hondísima preocupación en nuestra familia. Aunque, personalmente, yo nunca perdí la fe en que se curaría (como así ha sido, gracias a Dios) la duda nos quemaba a todos, aunque, con mejor o peor fortuna, tratábamos de disimular.
Por aquella época, además, yo no conseguía encontrarle mucho sentido a mi vida. Sentía, Ainara, un gran vacío, una enorme sequedad interior. Es un sentimiento al que tú probablemente te enfrentarás también alguna vez y al que no hay que tenerle miedo. Un sentimiento por cierto que, en esta sociedad en la que vivimos, en la que se supone que todo tiene que ser perfecto, novedoso y emocionante, se ha convertido en un tabú y, paradójicamente, en una fuente de culpabilidad. En fin: por hacerlo corto: mi trabajo no me satisfacía (era ingrato, aburrido y se desarrollaba en un entorno de personas malvadas y extrañas) y, lo personal, me parecía que no hacía por los demás todo lo que podía.
Un día, en la estación de Atocha, me compré una edición de bolsillo de un librito escrito por la madre Teresa de Calcuta. Lo leí prácticamente de una sentada y, al terminar, me dije: “Es esto, tiene que ser esto”. Encontré en el libro de la madre Teresa muchas respuestas y, quizá, una cierta épica en el ayudar a los demás que me sedujo. Me informé y resultó que se podía colaborar como voluntario. Llamé por teléfono y me dijeron que podía pasar cuando quisiera.
Lo hice una tarde de la primavera de 2005. Me llevé a una amiga para darme aplomo. Llegamos sobre las siete o las ocho de la tarde. Esperamos a que se terminase la misa y localizamos a la hermana encargada de informarnos. Era una mujer rellenita de aspecto pacífico y sonriente, vestida con el característico hábito blanco. Le expliqué mi propósito de colaborar si me aceptaban y la mujer, sonriendo más ampliamente si es que aquello era posible, me dijo juntando las manos (no se me olvidará):
-El Espíritu Santo te ha enviado. Hoy, precisamente, otro voluntario se ha dado de baja.
Me pareció muy buena señal. Mientras el sacerdote recogía los objetos de la celebración con movimientos reverentes y precisos, y se formaban corrillos de fieles y de señoras mayores (luego supe que eran en su mayoría vecinas del barrio) la hermana informadora y yo quedamos en que me presentaría aquel mismo sábado a las siete de la mañana (una hora que, en Madrid, es bastante atípica) para hacer lo que fuera necesario y quisieran mandarme.
Yo salí de allí contentísimo, como me pasa siempre que algo se me mete entre ceja y ceja y me salgo con la mía, y mi amiga algo sobrecogida por el ambiente general que se respiraba (y supongo que aún se respira) en aquella casa. Mi entusiasmo no tuvo la virtud de disipar sus temores y, paseando, terminamos viendo el globo cobrizo del sol ocultarse tras el templo de Debod.
Lo que sucedió más tarde te lo contaré el próximo miércoles.
Besos de tu tío
3 comentarios:
Que pasada de entrada!! Da gusto leerte. Me gustarìa saber el tìtulo del libro y el sitio donde fuiste. gracias Paco porque me haces pasar unos ratos bien gratos. Un abrazo
Paso a saludarte a ti y a Chus,te he dejado comentario en la cárcel de oro y ahora este para decirte que tu sobrina estará muy orgullosa y contenta de tener un tío como tu. Salud amigos y que Dios os bendiga.
Paquiño que sabado aquel me acuerdo como vinistes pero no lo voy a poner para no chafarte la segunda parte un beso
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