3 de Noviembre.- Querida Ainara: una de las frustraciones que me ha perseguido a lo largo de mi vida laboral –y que te perseguirá a ti, a nada que trabajes en España- es que he tenido pocos jefes a los que haya podido respetar intelectualmente.
La cosa empezó en la Universidad. Estudiando empresariales en una de las facultades punteras de España (o eso decía la propaganda), me tocaron en suerte unos mastuerzos a los que daba vergüenza ajena escuchar. Como ejemplo te podré a un profesor de auditoría que, el primer día de clase, entró por la puerta y (textualmente, te lo prometo) dijo:
-La auditoría, como “astividá” empezó en “Ingalaterra”.
Y ahí tu tío, que ha sido siempre un hombre muy respetuoso con la figura del profesor, miró a quien se sentaba a su lado, le hizo señas de que le dejase pasar y, presa de un infrecuente ataque de indignación, cogió, se levantó y se fue. Hay cosas, Ainara, que un hombre, aunque sea en el papel de alumno, no está obligado a escuchar.
(Por supuesto, suspendí Auditoría y tuve que repetirla, pero nunca hice pellas con más gusto).
Cuando aterricé en mi azarosa vida laboral, la cosa no mejoró. Un geniecillo perverso me hizo toparme con seres o bien absolutamente estólidos o bien de dudosa catadura moral, o bien las dos cosas a la vez. Aunque, si te digo la verdad, preferí siempre a los segundos. Porque en esta vida se aguanta mejor a un pillo que a un bobo.
Por suerte, hubo excepciones. En su mayoría mujeres, por cierto. Llegado a Austria, las condiciones mejoraron bastante. Quizá porque aquí existe el convencimiento más o menos generalizado de que un trabajador cualificado es una persona que es parte del capital de la empresa y que, formarlo, por el coste que implica, es una inversión que no es prudente desperdiciar.
Lo que vale para los jefes, Ainara, también vale para los políticos de los países mediterráneos. A veces, demasiadas, leyendo los periódicos, no puede evitar uno evitar pensar que, en España, en Italia, en Grecia, se meten a políticos los que no valen para otra cosa. Particularmente en España, con la estructura de partidos que favorece la aparición de estructuras de poder paralelas a las del Estado (con todo lo que eso conlleva en términos de corrupción y florecimiento de la mediocridad servil) el fenómeno es particularmente alucinante.
Lo malo, Ainara, es que, como la gota que termina horadando la piedra, las declaraciones intempestivas de políticos mastuerzos, el caso de corrupción nuestro de cada día, terminan creando una costumbre. La sensación de que saltar las barreras de lo éticamente aceptable o, simplemente, de lo sensato es algo que, a pesar de las protestas escandalosas de unos cuantos –cada vez menos- queda absolutamente impune.
Así, el primer ministro de una de las economías más importantes del mundo, puede acostarse con jovencitas procedentes de colectivos a los que, en público, vitupera; y luego afirmar que es mejor pagar a menores por sus servicios sexuales que ser homosexual; o el candidato de la oposición de otra de las economías más importantes del mundo (hoy maltrecha, pero aún así importante) puede explicar que, si llega al poder, derogará la ley de matrimonio homosexual –qué insistencia, por cierto, con los pobres gays- aunque la máxima instancia jurídica de la nación dé su luz verde y diga que, en esa ley, no hay nada objetable. Y no pasa nada. Porque todo el mundo, Ainara, ha dejado de pensar que los políticos tienen la obligación de mantener ciertas apariencias.
Y eso da miedo. Mucho miedo.
Besos de tu tío.
1 comentario:
Me ha gustado esta entrada de forma muy especial. No sabes cómo te entiendo. Mi hijo, en condiciones semejantes a ti, tampoco trabaja en España, sino en Frankfurt, imagínate donde, resulta fácil. Mis nietos son alemanitos. ¿Familiar verdad? Ya me encargué en su día, mientras crecía, que tuviera ciertas ideas claritas, lo demás ya fue mérito propio.
Un abrazo.
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