Mi María

La calle Llerena de Fuente de Cantos (Badajoz). Foto extraida de Flickr. Usuario: nimgwaith

16 de Noviembre.- Son las siete de una oscura  tarde austriaca. Los faros del coche taladran apenas la espesa niebla. Me bajo delante de la puerta de la casa y, mientras la puerta eléctrica se desliza para dejar pasar el automóvil, miro al jardín. La piscina está tapada con un gran plástico azul y las farolas pequeñas, como de juguete, apenas logran proyectar unos círculos de luz sobre el cesped húmedo.  El viejo pastor alemán, caballo de tantos juegos infantiles, sale a recibirnos renqueando. Si fuera una persona hubiera cumplido un siglo. Aún así, intenta saludarnos (ya apenas ladra) y luego, cansado, se deja caer en un rincón y cierra los ojos.


En la planta baja suena música. La luz encendida alumbra el mobiliario de colores claros que en verano sirve para reposar los calores de la canícula en esta parte del mundo. Subimos las escaleras hacia la zona de la casa que la familia ocupa en invierno. Están en la cocina. El padre, la madre, una prima y el enfermo al que hemos venido a ver. Charlan bajito, cariacontecidos, delante de copas de vino blanco. El chico joven, al rememorar lo sucedido, cierra los ojos. El sábado, durante una pelea callejera de la que fue una víctima fortuita, le rompieron la nariz. La madre, aún con el susto en el cuerpo y una nota de honda preocupación vibrando en los dulces ojos claros, relata lo que sucedió para poner a los recién llegados al cabo de la calle. Luego, se levanta y calienta un plato de espaghetis para mí, porque sabe que no he comido desde mediodía y que tengo hambre (yo, siempre tengo hambre). Sonriendo, hacemos las bromas necesarias para animar un poco al convaleciente que está, no hace falta decirlo, hecho polvo. A lo lejos, se oyen los juegos del pequeño de la casa que, disfrazado de ninja, viene de vez en cuando y roba algunas galletas de la mesa.

Algo más tarde, llegan los dos hermanos mayores que faltan. A pesar de verlos con frecuencia, siempre me llama la atención que, siendo tan distintos, se parezcan tanto. Altos, guapos y nobles como los príncipes herederos de alguna dinastía nórdica, los tres chicos son, aparte de hermanos, muy buenos amigos. Me gusta verles. La varonil solicitud con la que se ocupan los unos de los otros, las bromas que se gastan. Y me doy cuenta de que echo mucho de menos a mi hermano yo también. Tan lejos como está. Pero que, en cualquier caso, serviría de poco decirlo. No sirve de nada ni pensarlo.

Por asociación, me viene a la cabeza mi abuela María (como tantas veces) sentada en su silla baja de enea, pintada de marrón. Últimamente en una silla plegable de camping con la que apenas conseguía poner los pies en el suelo. Recuerdo que, de vez en cuando, mi abuela hablaba de su padre, mi bisabuelo Paco (no confundir con mi abuelo del mismo nombre, el que se comunicaba tan amigablemente con los difuntos). Mi abuela María era, según parece, el ojito derecho de su padre y sus hermanos. Cuando mi abuela hablaba de su padre, solía empezar con un “Mi padre decía siempre “Pues mi María...”” y entonces, nosotros, niños, nos burlábamos un poco de ella porque nos parecía incongruente que mi abuela, una señora tan mayor, se acordase de su padre que, para nosotros, niños, era un ser de la categoría mitológica de Noé, Indiana Jones o el emperador Carlos I (o V).

Pero mi abuela hablaba del paraíso perdido de su infancia, como ayer yo me acordaba del mío frente a una familia que tiene tanto en común con la mía propia.

Por cierto, mi bisabuelo Paco ha pasado a la historia como un hombre algo cobardica (como su hija María, como su nieto Paco que esto escribe) y, sin embargo, fue un hombre que se enfrentó, creo que con bastante resignación, a una vida difícil. Cruzó el océano para combatir en la última guerra colonial nuestra (una guerra perdida de antemano) y allí supongo que aprendió que la existencia puede ser un asunto que, de vez en cuando, es ligeramente desagradable. Luego, volvió a su pueblo –Fuente de Cantos, provincia de Badajoz, patria del pintor Zurbarán-, puso un colmado en el que lo mismo vendía vino que cerámica de la Cartuja sevillana y, fiel a lo que supongo que él pensaba que eran sus deberes de clase, se abonó al ABC que leía, según su hija, diariamente. Debió de morir, según mis cuentas, en el año cuarenta y uno o cuarenta y dos (cruda, hambrienta posguerra) de un mal de hígado que, como pasa ahora en muchos países africanos, debió de adquirir a base de comer alimentos en malas condiciones –no había otra cosa-.
  



2 comentarios:

El herpato dijo...

Hola herpato,
no sabes cuanto te echo yo de menos. Siempre que me junto con David nos acordamos de ti y de la abuela. Creo que tanto él como yo pensamos la suerte que hemos tenido en nuestra infancia. Yo lo echo de menos día tras día. Lo peor, que no se si conseguiré que Ainara sea tan feliz como lo fui yo en mi niñez.

Besos.

Chus dijo...

Muy sentimental tu relato.

Mira tu hermano también te echa de menos.