21 de Noviembre.- El otoño se ha desplegado como un manto húmedo sobre Viena. Ayer, una capa de brumas y nieblas cubría la capital. Es el tiempo ideal para recogerse y entregarse a los más delicuescentes placeres cinematográficos (este fin de semana han caido varias películas de las que quizá hable en futuros posts) pero hay que sacar ganas de donde el tiempo no las da y salir a explorar las bellezas del frío.
Ayer estuve en el distrito de Mödling. Es uno de esos lugares en los que Viena limita con el bosque (bueno, los famosos y tupidos bosques de Viena). Resulta siempre imponente enfrentarse a la densa muralla vegetal, a los índices de los troncos, ahora desnudos, que señalan hacia el cielo. Sentir bajo los pies la hojarasca de los robles ver, aquí y allá, sobre el dorado, las notas verdes de las hojas de los ciclámenes creciendo a ras de suelo, marcadas por extrañas formas geométricas repetidas. Ayer, emprendí la caminata por un sendero que se bifurca hacia una cantera abandonada de donde, estoy seguro, se extrajeron las piedras para la chaparra iglesia románica de Sank Othmar, en donde una placa conmemorativa de lo más políticamente incorrecto (data de finales de los treinta) indica el sitio en donde la población de Mödling fue pasada a cuchillo por los turcos durante el sitio sarraceno de 1683.
El caminillo serpenteaba hacia la cima de la montaña con una pendiente que hacía que te faltara el aire. Hacer senderismo en esa zona requiere también una gran concentración. A nada que te descuides puedes caerte rodando ladera abajo si pones el pie sobre una piedra húmeda o sobre una raíz que, pulida por los pies de otros caminantes hasta alcanzar la suavidad de las imágenes mutiladas de ciertos santos de iglesia, sobresale del manto de hojas muertas.
Poco a poco, mientras subes, vas dejando atrás los árboles de hoja caduca y entras en el reino de las coníferas, las copas de un verde oscuro, casi negro. Las agujas de los pinos perladas por el rocío. Los troncos que están a más de diez metros de distancia disolviéndose en un manto gris y fantasmal. La luz plateada va marcando el camino mientras todo a tu alrededor se vuelve irreal. A veces, te cruzas con caminantes que hacen nordic walking (esa variedad de paseo que se ejerce con dos bastones y que es la alegría de todas las señoras mayores de aquí). De cuando en cuando, modificadas por la niebla de manera que es bastante difícil determinar su procedencia, llegan hasta ti las voces de los deportistas que se juegan la vida bajando la ladera en mountain bikes. Algún corredor enfundado en sus mallas de invierno pasa por tu lado y tú casi sientes la quemadura que produce en sus pulmones la falta de oxígeno.
Por fin, al darle la vuelta a un recodo del camino, intuyes entre la niebla una edificación de forma cúbica. Aceleras el paso y surge ante ti el Templo de los Húsares –largamente anunciado en carteles indicadores dibujados en tablillas de madera-. El camino muere frente a una escalera de lajas toscas de piedra, medio comidas por los elementos. Los peldaños conducen a un pórtico desde el que, en los días claros, debe de tenerse una vista privilegiada del denso océano verde del Wienerwald. En el frontón, una inscripción reza “A los distinguidos pueblos de la Monarquía Austriaca”. Una placa informa de que el templete fue erigido en la primera década del siglo XIX en recuerdo de las víctimas de las guerras napoleónicas y restaurado en 1999.
Dentro del templo hay unos cuantas mesas de madera para meriendas campestres.
1 comentario:
¡Qué lugar tan bonito! Parece un cuadro de Friedrich.
Abrazos, L.
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