Adios, muchachos

Cartel de la película "Los últimos internos"

14 de Diciembre.- Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que las especiales condiciones orográficas del país, la dureza de los tiempos (la posguerra) y el papel omnipresente de la Iglesia Católica, favorecieron en Austria la existencia de unos establecimientos peculiares que hoy, afortunadamente, han caido en el desuso: los internados para chicos.

 
La pervivencia del sistema se fundamentaba en dos intereses: por un lado, el de los padres (generalmente, agricultores pobres a los que la iglesia engolosinaba con promesas de futuro ascenso social para sus vástagos) y, por otro, el  de la Iglesia misma, que se aseguraba así contar con los mejores alumnos para, tras un proceso consciente de lavado de cerebro, incorporarlos a sus cuadros (uno de los objetivos de la educación de los internados eclesiásticos era “despertar” la vocación religiosa de los educandos).

“Die Letzten Zöglinge” (Los últimos internos) es un documental que cuenta todas estas cosas y algunas más y pretende presentar un fresco de cómo era la vida en estas instituciones en las que reinaba un ambiente semicarcelario en el que tanto los alumnos como los educadores eran víctimas más o menos conscientes de un estado de cosas que, inevitablemente, les traumatizaba, pero contra el que no podían luchar.

Los testimonios vienen de ex alumnos, como el cabaretista Hader, un artista multimedia ya cincuentón o un parado perfectamente anónimo; de un ex director de una de estas instituciones, de un cura que trata de disculpar sin mucho éxito los castigos físicos y psíquicos que se aplicaba a los chavales, o de un cantante de ópera que parece tener hacia aquellos tiempos la actitud entre divertida, nostálgica y crítica que muchos hombres muestran hacia sus “historias de la puta mili”.

Al espectador contemporáneo le queda claro, naturalmente que, por mucho que los exdirectores digan y que algunos ex alumnos traten de disculpar, no enviaría a su hijo de diez años a un sitio semejante de ninguna de las maneras. Jornadas extenuantes de catorce o quince horas en las que los únicos huecos libres eran quince minutos antes de acostarse destinados a lecturas subrepticias, prohibición de tener ningún objeto personal que recuerde a la familia (estaban prohibidas las fotos de los parientes, por ejemplo), ducha siempre con la ropa interior puesta, castigos físicos continuados por las tonterías más nimias (por ejemplo, por no llevar los zapatos perfectamente limpios los chicos recibían diez golpes con una vara flexible que los Padres les enviaban a cortar al bosque cercano). En fin.

Por no hablar del hambre (en los cincuenta, en Austria no se comía del todo bien) o del ambiente de sexualidad reprimida y morbosa que acababa haciendo que algunos curas, humanos, al fin y al cabo, terminasen desarrollando hacia los alumnos una suerte de amor torturado que, algunas veces, llegaba a las manos (no cuento a qué otras partes del cuerpo les llegaba porque ya lo sabemos todos, que somos mayorcitos, y esto lo leen niños).

Desde mediados de los setenta, los internados fueron desapareciendo o se fueron reconvirtiendo en establecimientos más humanos. Un cura setentón se lamentaba de la aparición de los autobuses, que habían hecho innecesaria la separación de los niños de las familias y decía, un poco para sí, que la labor de los curas “cazatalentos” en las escuelas primarias rurales hoy sería del todo infructuosa.

Gracias a Dios, por otra parte.


4 comentarios:

emejota dijo...

Mano dura, mucha mano dura es la que funcionaba por entonces y mucha doblegación. Cuestión de supervivencia. Un fuerte abrazo.

Chus dijo...

No he conocido a nadie en un internado así por lo que no puedo opinar pero me imagino que era fruto de la educación que se estilaba.

De todas formas Paco, estarás de acuerdo conmigo que entre correr y parar hay un término medio porque lo que cuentas, efectivamente era inhumano y lo de ahora es de vergüenza, nos pasamos o no llegamos.

Un abrazo

Paco Bernal dijo...

HOla!

Gracias por vuestros comentarios:

A Emejota: supongo que eran tiempos duros también y que la educación se correspondía a unos valores que entonces parecían importantes para sobrevivir y que hoy, directamente, nos parecen marcianos. Abrazos

A Chus: tienes razón en que tiene que haber un punto medio. También te digo que, como en el caso de la mili, seguramente hubo muchos miles de chicos que salieron de estos internados y que, ni más ni menos traumatizados de lo que estamos todos, llevaron una vida normal y no se les ocurrió que el sistema fuera atroz. Para estas cosas siempre se cogen los casos más espectaculares.

Yo creo que lo que sucede hoy en día es más un problema de los padres, en tanto que se ha perdido la idea de educación como factor de progreso, que de los hijos que, al fin y al cabo, hacen lo que ven.

Sería tema para un post.

Saludetes :-)

Pablo dijo...

Pues no te creas que es tan raro... En el Opus todavía tienen un sistema parecido. Por suerte, no pueden con "Física o Química", que es la serie más horrorosa de la historia, pero sirve como contrapeso para estas cosas.