Una cierta mirada



17 de Mayo.- Mi abuelo, del que he hablado mucho en este blog, tenía un don. Y muy posiblemente ese don consistiera en un concimiento por encima de la media de la pasta de la que estamos hechos los seres humanos.


Por supuesto, los espíritus que vagan por el ambiente, que nos acompañan, que nos alientan o nos desaniman, le susurraban cosas, pero no creo que sea pecar de orgulloso (si es que el orgullo cabe en este caso) decir que el mérito de la interpretación de las caprichosas formas que a veces toma el futuro, residía en la persona que, en en este mundo, se llamó Francisco López Ruiz.

Mi abuelo era consciente de que no era como las demás personas y deduzco que, con el tiempo, desarrolló una relación especial en relación a su don. Creo que, mientras lo disfrutó, se esforzó mucho en utilizarlo con decencia. He presenciado muchas veces la escena en la que alguien apurado venía a preguntarle por cual o tal zozobra, a veces menor, vista desde fuera, pero sin duda importante para quien la sufría. Mi abuelo, generalmente, despachaba estas consultas con una descripción lo más objetiva posible de lo que veía.

La persona frente a él, que buscaba milagros, se marchaba frustrada, agarrándose a las cuatro palabras que había conseguido sacarle a mi abuelo como si se estuviera agarrando a otros tantos clavos al rojo vivo.

Sin embargo, mi abuelo prefería callar o pecar de esquemático antes de adornar con palabras esperanzadoras o con falsedades de color de rosa una realidad que, la mayoría de las veces, no tiene nada de espectacular. O que, directamente, es sórdida o triste.

Ayer, por circunstancias que no puedo contar, me acordé muchísimo de mi abuelo.

Todos los que escribimos un blog (más si es un blog de actividad tan intensa como Viena Directo) hemos pasado por la situación de estar presenciando unos determinados acontecimientos y decir: “esto me daría para un post fantástico”.

Es una sensación de euforia parecida a la de ir andando por la calle con la cámara y ver una foto de esas de concurso (porque las fotos, antes de estar hechas, “se ven”). Cuesta mucho envainarsela, ponerle la tapa protectora al objetivo y decir: “No: esta vez paso; esta foto no la hago; ni siquiera para conservarla yo y no publicarla”, porque el sólo hecho de hacerla implicaría perpetuar al modelo en una posición humillante o dañina. Y cosas así nos deterioran como seres humanos. Nos hacen peores. Empañan esa lámpara interior que tenemos por misión custodiar

Ayer, por circunstancias que deben permanecer en un piadoso anonimato, fui testigo de una serie de escenas de esas que, si yo fuese menos decente, o si no tuviese el poderoso ejemplo de mi abuelo para seguir, hubiera contado en el post de hoy. De hecho, cada minuto que pasaba, yo me decía “esto tengo que contarlo”o “esto es superfuerte”.

Sin embargo hay momentos en que la lengua o el teclado, por amor propio más que otra cosa, tienen que callar. Y, más que el gustazo que da contar determinada historia jugosa, uno tiene que tener presente la suerte que tiene de haberse construido un mundo en el que la sordidez le toca sólo en ocasiones contadas. Solamente las estrictamente inevitables.

Foto: Archivo Viena Directo

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1 comentario:

amelche dijo...

¿Y nos dejas con la intriga de lo que viste? :-D

(No es por nada, pero me ha salido esto en la verificación de palabras: putsa. Espero que no sea una señal de nada...)