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21 de Junio.- Soy fan de Joseph Haderprácticamente desde el inicio de mi vida en Austria. Soy de la opinión, además, de que, si se pudiera encontrar la manera de destilar sus espectáculos y meterlos en una botella, el resultado sería extracto puro de este país. No puede ser de otra manera, porque hacer humor, y más si se hace al estilo de Hader, exige conocer muy bien el alma colectiva, la consciente y la inconsciente.
Ayer estuve viendo el espectáculo que el cabaretista está representando actualmente en la Stadtsaal de la Mariahilferstrasse. Se llama Hader spielt Hader. Antes de abordar el tema principal de este post, tambiénsería bueno que mis lectores se olvidasen de la noción que tienen del cabaret; un género prácticamente inexistente en los países de habla hispana en donde, frecuentemente, cabaret es sinónimo de prostíbulo, lo que en Austria, con ese entrañable galicismo, se llama Etablissement (es famosa la letra de Gardel; aquella de “sola, fané y descangallada, la vi esta tarde salir del cabaré”).
En Austria y Alemania, el cabaret es un género no menor, un pariente gamberro de esa Stand Up Comedy que llegó a España a finales de los noventa con la fiebre del monólogo.
Los cabaretistas son aquí gente muy respetada porque representan la crítica inteligente y ácida contra lo establecido. Una especie de espejo en el que el público se mira.
Y así, Hader, un hombre de ideas izquierdistas, comprometido con todas las causas justas, no duda en espolear a su público para que no sea tan autocomplaciente, tan beautiful, tandivine gauche, y luche por ser algo de verdad en esta vida. Hader es el hijo del granjero al que Dios le dio el don de la palabra, y la usa. Vaya si la usa.
Desde su posición indudable de hombre de izquierda, es capaz de soltar bombas como que “los cabaretistas –y, por extensión, esa clase de izquierda que se tapa la nariz y predica el evangelio- quisieran una democracia sin políticos”.
La gente se ríe, pero los inteligentes notan una incomodidad a la altura de la boca del estómago.
Joseph Hader, ese hombre algo cargado de espaldas que mira a su público y se utiliza a sí mismo como punto de partida para la ficción habla de la enfermedad, de la muerte, de la oscuridad de esta vida con esa naturalidad tan austriaca para tomarse el hecho de que todos, en cien años, estaremos calvos.
El espectáculo, dividido en dos partes, es muy bueno. Hader conoce a su público y su público sabe también a lo que va. Conoce al artista, conoce al actor, conoce al hombre público que utiliza sabiamente su popularidad para luchar contra lo que cree que es justo y conoce al personaje que Joseph Hader ha creado para subirse al escenario y que es él, pero también es una máscara.
Hader domina la pausa, como decía su paisano Billy Wilder, “sabe dónde van las risas”. Sabe dónde tiene que haber un silencio, y sabe introducir muy sabiamente una nota de melancolía cada cierto tiempo y también, cada cierto tiempo, Hader mira a su público, a esas figuras en la oscuridad que le escuchan, que se ríen, que guardan un respetuoso silencio, y les pide más. Les pide que piensen.
Y eso es un lujo de lo más infrecuente en estos días.
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