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13 de Julio.- Querida Ainara: una de las cosas que más cuesta explicarles a los austriacos es el concepto de Gafe (no lo conocen) y, lo que más les sorprende, es la refinada crueldad de que, en la mayoría de los casos, el gafe es el único que no sabe que lo es.
Tengo que confesarte que, desde que vivo aquí, me he contagiado un poco de la ligereza que exhiben los aborígenes para hablar de estas cosas tan serias. Supongo que la incredulidad es la mejor defensa contra algo que es difícil de probar pero que, estoy convencido, existe.
Aparte de recomendarte prudencia en este aspecto, lo único que puedo hacer es explicarte mi experiencia: estoy convencido de que, por debajo de la hipocresía que el proceso de la educación impregna en nosotros, todos somos animales. Y los animales, Ainara, tienen su instinto. Y lo mismo que nuestros antepasados desarrollaron habilidades para distinguir las plantas venenosas de las que son buenas para comer, pienso que todos tenemos ahí, en el fondo de nuestro cerebro, ese mecanismo que nos alerta contra aquellos de nuestros semejantes que no son trigo límpio.
Naturalmente, cabrían muchas explicaciones (racionales) para esta opinión mía.
Por ejemplo, que la creencia en el mal de ojo, en el gafe, en el “Mal angel” de algunas personas, es hija directa de la creencia en la energía vital o baraka que nos dejaron nuestros primos musulmanes durante su estancia en la Península Ibérica. Por no hablar de las teorías que achacan que, el que te caiga mal una persona sin ni siquiera haberla escuchado hablar, es causa de alguna clavija mal puesta del inconsciente. Ni entro ni salgo.
Yo te digo que, cuando no sabía lo que era la baraka y tenía el inconsciente más limpio que una patena (no había tenido tiempo de ensuciarlo) sentí mi primer contacto con esta energía que te digo. Y lo que es más: tengo testigos. Y ese testigo es tu padre.
Lo recuerdo perfectamente porque es una sensación que no se me olvidará mientras viva.
Tu padre y yo éramos pequeños (quizá tu padre tuviera la edad que tú tienes ahora, porque hablaba ya). Era verano y estábamos de visita en una casa de la que no daré más detalles para conservar el anonimato de los dueños. De pronto, tu padre y yo, que éramos unos críos modositos que siempre se estaban quietos en las casas extrañas, empezamos a ponernos enfermos. Literalmente malos. Recuerdo la sensación de ahogo, las lucecitas brillantes delante de los ojos, la urgencia de escapar de aquel salón que, no se me ocurre otra manera de explicártelo, se volvía oscuro y amenazante por momentos a nuestro alrededor.
No paramos hasta que tu abuelo nos sacó a la calle. Se quedó tu madre despidiéndose de la visita, supongo que bastante avergonzada por el papelón. Sin embargo, no recuerdo que nos regañase. Quizá ella había sentido lo mismo.
Desde entonces, de cuando en cuando, me sucede que el detector se activa y, ante personas desconocidas, empiezo a sentir una incomodidad a la altura de la boca del estómago, una elevación del nivel general de alerta, cuya exactitud falla muy pocas veces.
Algunas personas, Ainara, lidian con una carga enorme de tristeza, van subidos sobre una ola de desorden que pudre la vida de los otros solamente con tocarla. Son como una infección, una carcoma insidiosa que, a veces (y ahí está lo peligroso) se disfraza con la cortesía más exquisita, con una belleza exterior que tiene algo de engañosa, de falsa, como los disfraces con los que algunas plantas carnívoras tropicales atrapan a los incautos insectos.
Besos de tu tío
2 comentarios:
Muy chulo. Jamás olvidaré aquel día. Recuerdo que tenía sudores fríos y me sentía fatal. Curioso que al salir de allí me sentí mejor.
Besos.
guapos eso paso mas de una vez, cada vez que ibamos a esa casa pasaba igual y teniamos que salir de alli hasta que dacidi que no llevaba mas a los niños y que iba yo sola un beso
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