(Publicado originalmente el 9 de Febrero de 2010)
Cerca del Naschmarkt, en una de las Wienzeile (no me acuerdo si la izquierda o la derecha) hay un restaurante de running sushi deliciosamente cutre al que me gusta ir de vez en cuando. Quizá algunos de mis lectores conozcan este tipo de sitios, pero a lo mejor merece la pena que lo describa. Un running sushi consiste en dos cintas transportadoras paralelas de forma elíptica en las que viajan platitos de esta deliciosa vianda japonesa –en este caso, versión bastante industrial-. En el piso de arriba están las comidas calientes y en la parte de abajo las frías –el sushi propiamente dicho y los postres-.
Este restaurante tiene mucho ajetreo, sobre todo los fines de semana así que, normalmente, hay que esperar. El domingo pasado estuve allí con un amigo. Había amanecido un día bastante ceñudo (el cielo gris omnipresente en centroeuropa durante esta época del año) y las lámparas de papel de color ámbar que cuelgan para darle al local cierto aire oriental se reflejaban contra los cristales de las ventanas, de una manera que el cielo gris de fondo convertía en mortecina. Mi amigo y yo nos hicimos a la idea de que tendríamos que esperar bastante, porque el local estaba lleno y, delante de nosotros, había un matrimonio de holandeses mayores que, con ese respeto que la gente mayor tiene a veces por la tecnología, grababan con una MiniDv todos los recovecos del local. De modo que colgamos el abrigo y nos sentamos en una de las mesitas que quedaban fuera del alcance de las dos cintas transportadoras.
Como siempre hago en estas situaciones, busqué entretenimiento en la gente que almorzaba de manera bastante silenciosa. Me llamó inmediatamente la atención una pareja que estaba sentada directamente en línea recta frente a mí. Tendrían cerca de los cuarenta años y, los dos, eran de una belleza sorprendente. La mujer tenía, creo recordar, el pelo largo y castaño y llevaba puesto un jersey de cuello cisne un poco pasado de moda. Él era de su misma edad, de facciones graves y algo escultóricas, con una frente de emperador romano en la que destacaba la huella de un agujero en la sien derecha, parecido a un cráter lunar, de unos cinco centímetros de radio. Una cicatriz límpia, bajo la cual se adivinaba la ausencia de una parte sustancial del hueso frontal del cráneo. Una vez se descubría la cicatriz, huella de una mutilación traumática en aquel rostro, se era incapaz de perder de vista a la pareja. Porque, sin quererlo, empezaban a aflorar preguntas cuyas respuestas, de haberlas tenido, abrían una multitud de teorías a propósito de aquellos dos seres humanos que, sin saberse observados, comían sushi.
¿La cicatriz se había producido antes o después de que el hombre y la mujer se encontraran? Si había sido antes, y el hombre había conocido a la mujer teniendo ya el rostro marcado ¿Debió de vencer alguna resistencia inicial de la mujer? Si la cicatriz, por el motivo que fuera, se produjo cuando la relación de pareja estaba ya establecida ¿Cómo afectó aquello al equilibrio de su convivencia? ¿Estaban juntos o separados cuando se produjo el trauma? ¿Fue un accidente de coche, un tumor extraído en un quirófano? Llamaba la atención que, a pesar de que se intuía una tierna unión entre ellos (el lenguaje corporal, la manera en que cada uno estaba atento a las necesidades del otro) la bella pareja apenas cruzó unas palabras mientras les estuve observando. Antes de pagar, él se levantó al baño y, durante unos segundos, las dos personas intercambiaron una mirada que, incluso a mí que era nada más que un curioso que trataba de adivinar cosas de su vida mediante los escasos indicios que ofrecían, me pareció enormemente profunda, tierna y cariñosa.
Luego, él se perdió detrás de la puertecita de los baños de caballeros y la mujer quedó silenciosa, dulcemente inexpresiva, mirando a los coches que pasaban por la calle, a la muda quietud del mercado sumido en el cierre dominical.
Cuando él volvió, llamaron a la chica oriental (bastante feilla) que llevaba el monedero de cuero negro que es el equipo indispensable de los camareros austriacos. Le dijeron algo que la hizo reir y le dejaron una generosa propina.
No les vi salir del local porque, entretanto, una mesa se había quedado libre.
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