
Descanso dominical
foto: Carnaval en Burgos; Fuente: Diario 20 minutos
26 de Febrero.- La nieve se vuelve peligrosa en dos momentos: cuando se congela –porque convierte las aceras en pistas de patinaje- y cuando se derrite, porque produce pequeñas avalanchas que aquí, en Viena, la ciudad sin balcones, caen desde la altura de los tejados hasta el nivel de la calle produciendote, en el mejor de los casos, una desagradable ducha fría, en el peor, la defunción.
En todas las ciudades hay leyendas urbanas. La de aquí es esa:
-Pues cuidado con las dachlavine –así se llama este fenómeno de caida libre de la nieve- que a mí me contaron el caso del hermano de un amigo mío que iba andando por la calle, llamó a un amigo que iba por la otra acera, le cayeron cuarenta kilos de nieve encima desde un tejado y no lo contó, el pobrecito.
En fin, todo esto para decir que en Viena hoy, ha aparecido nevado.
Comida dominical en casa de mi amiga K. La cual, a pesar de que, por edad, podría encajar en el perfil prototipo de la Internacional Abuelista que glosábamos en post anterior, por estilo de vida queda encuadrada en otra casilla mucho más atípica. Tiene alrededor de los setenta, unos ojillos orientales de dibujo animado japonés y un cuerpo que te hace pensar en la mecánica de las poleas porque es muy alta y muy delgada y cada movimiento que hace viene anunciado por una contracción muscular que se puede notar a la altura de los tendones del cuello. Es muy cariñosa. Va teñida de pelirroja y, a pesar de que a primera vista puede parecer frágil, una conversación de cinco minutos te demuestra inmediatamente que no lo es.
Con las profesoras jubiladas no se juega.
Vive en un piso cómodo cerca de mi casa, límpio, aseado y lleno de libros (al ver todas las estanterías repletas a mí se me saltaban las lágrimas) con una decoración que denuncia a las claras que su habitante es una persona que ha viajado mucho (recuerdos exóticos de lugares como el Sáhara o la selva amazónica) y que ama las cosas bellas. Pequeños detalles, por ejemplo, dos dibujos realizados por su padre y que representan sendas iglesias de la región en donde K. dió sus primeros pasos como docente. Unas vistas ejecutadas a lápiz, del natural, por una mano suelta y una mente analítica.
En total, nos sentamos a la mesa siete personas, de las cuales, sólo me detendré en M. que es un señor al que conozco de hace tiempo y que me cae fenomenal, pero con el que me impiden intimar más las limitaciones (lamentables) de mi idioma. También es profesor jubilado de quién sabe qué materia (zona letras, a juzgar por la conversación que se desarrolla durante la sobremesa). M. también tiene alrededor de los setenta, el pelo blanco cortado muy corto. Ojos azules muy afables y la sonrisa de quien contempla la vida con indulgencia y con un poco de ironía. La cara, curtida por los vientos de todos los mares, y la constitución física de haber estado, desde niño, entregado a una sana actividad física que le ha llevado a una ancianidad saludable de L-Casei imnunitas. En resumen, aspecto de puente seguro hacia su jubilación.
Nos sentamos a una mesa puesta a la antigua pero sin lujos, en la cual llaman la atención los tazones para sopa con dos asitas (en España yo no los he visto, y no sé si existen). Dentro de la tradición ahorrativa autóctona, la gente no deja nada en el cuenco de la sopa, y no está mal visto llevársela a los morretes discretamente mediante las dos asitas mencionadas. La conversación, al principio, versa sobre el tiempo y el viaje que M. tiene previsto hacer a Nueva Zelanda tal día como mañana. Todos –menos yo- parecen haber pisado estas remotas islas de Oceanía (varias veces) y charlan sobre las escalas e incidentes previsibles del viaje. La sopa es una crema de garbanzos (todos se hacen lenguas de la pasión que los españoles tenemos por esta legumbre) y hace las funciones de pan una galleta macrobiótica con frutos secos que, a pesar de ser a todas luces sanísima, es de deglución un poquito dificultosa.
Con el plato principal –pasta- llega también el grueso de la conversación cuyo tema, dada la edad de la anfitriona y la de algunos de los circunstantes, puede resumirse en: qué días gloriosos aquellos en los que ibas por la calle y la gente era educada. Se abunda en las virtudes de la buena educación y el respeto mútuo como lubricante que favorece las relaciones humanas y se ilustra el tópico con anécdotas que te hacen añorar los dorados días del ayer. Mientras escucho atentamente y con muchísimo gusto (hablan en un alemán cultísimo que está a años luz de mis posibilidades) me acuerdo del profesor Sorovsky, aquel simpático anciano que enseñaba música en Fama, allá en mi niñez. En uno de los episodios, cuando Dani Amatulo le tocaba una baladita heavy –inócua, por lo demás-, el profesor se escandalizaba al pensar que a los jóvenes les gustara aquello, aunque luego, como era hombre inteligente, pensaba en alto:
-También cuando empezaron a sonar los Beatles, yo me escandalizaba y ahora, hasta me gustan.
Y se encogía de hombros.
Una de los indicios infalibles que te indican que alguien se está haciendo viejo (yo empiezo a detectármelo también) es que uno desarrolla un amor ciego por todo lo que se sitúa en el pasado remoto y una resistencia cada vez mayor a aprender, que se disfraza, en la mayoría de los casos, de despectiva mirada por encima del hombro. Para mis compañeros de mesa, este amor se posaba sobre los modales de antaño (debían de conocer unos cuantos niños españoles, que iban a saber lo que era bueno: los chavales de aquí son amabilísimos) y sobre el modo de hablar de hace treinta años.
En todas las ciudades hay leyendas urbanas. La de aquí es esa:
-Pues cuidado con las dachlavine –así se llama este fenómeno de caida libre de la nieve- que a mí me contaron el caso del hermano de un amigo mío que iba andando por la calle, llamó a un amigo que iba por la otra acera, le cayeron cuarenta kilos de nieve encima desde un tejado y no lo contó, el pobrecito.
En fin, todo esto para decir que en Viena hoy, ha aparecido nevado.
Comida dominical en casa de mi amiga K. La cual, a pesar de que, por edad, podría encajar en el perfil prototipo de la Internacional Abuelista que glosábamos en post anterior, por estilo de vida queda encuadrada en otra casilla mucho más atípica. Tiene alrededor de los setenta, unos ojillos orientales de dibujo animado japonés y un cuerpo que te hace pensar en la mecánica de las poleas porque es muy alta y muy delgada y cada movimiento que hace viene anunciado por una contracción muscular que se puede notar a la altura de los tendones del cuello. Es muy cariñosa. Va teñida de pelirroja y, a pesar de que a primera vista puede parecer frágil, una conversación de cinco minutos te demuestra inmediatamente que no lo es.
Con las profesoras jubiladas no se juega.
Vive en un piso cómodo cerca de mi casa, límpio, aseado y lleno de libros (al ver todas las estanterías repletas a mí se me saltaban las lágrimas) con una decoración que denuncia a las claras que su habitante es una persona que ha viajado mucho (recuerdos exóticos de lugares como el Sáhara o la selva amazónica) y que ama las cosas bellas. Pequeños detalles, por ejemplo, dos dibujos realizados por su padre y que representan sendas iglesias de la región en donde K. dió sus primeros pasos como docente. Unas vistas ejecutadas a lápiz, del natural, por una mano suelta y una mente analítica.
En total, nos sentamos a la mesa siete personas, de las cuales, sólo me detendré en M. que es un señor al que conozco de hace tiempo y que me cae fenomenal, pero con el que me impiden intimar más las limitaciones (lamentables) de mi idioma. También es profesor jubilado de quién sabe qué materia (zona letras, a juzgar por la conversación que se desarrolla durante la sobremesa). M. también tiene alrededor de los setenta, el pelo blanco cortado muy corto. Ojos azules muy afables y la sonrisa de quien contempla la vida con indulgencia y con un poco de ironía. La cara, curtida por los vientos de todos los mares, y la constitución física de haber estado, desde niño, entregado a una sana actividad física que le ha llevado a una ancianidad saludable de L-Casei imnunitas. En resumen, aspecto de puente seguro hacia su jubilación.
Nos sentamos a una mesa puesta a la antigua pero sin lujos, en la cual llaman la atención los tazones para sopa con dos asitas (en España yo no los he visto, y no sé si existen). Dentro de la tradición ahorrativa autóctona, la gente no deja nada en el cuenco de la sopa, y no está mal visto llevársela a los morretes discretamente mediante las dos asitas mencionadas. La conversación, al principio, versa sobre el tiempo y el viaje que M. tiene previsto hacer a Nueva Zelanda tal día como mañana. Todos –menos yo- parecen haber pisado estas remotas islas de Oceanía (varias veces) y charlan sobre las escalas e incidentes previsibles del viaje. La sopa es una crema de garbanzos (todos se hacen lenguas de la pasión que los españoles tenemos por esta legumbre) y hace las funciones de pan una galleta macrobiótica con frutos secos que, a pesar de ser a todas luces sanísima, es de deglución un poquito dificultosa.
Con el plato principal –pasta- llega también el grueso de la conversación cuyo tema, dada la edad de la anfitriona y la de algunos de los circunstantes, puede resumirse en: qué días gloriosos aquellos en los que ibas por la calle y la gente era educada. Se abunda en las virtudes de la buena educación y el respeto mútuo como lubricante que favorece las relaciones humanas y se ilustra el tópico con anécdotas que te hacen añorar los dorados días del ayer. Mientras escucho atentamente y con muchísimo gusto (hablan en un alemán cultísimo que está a años luz de mis posibilidades) me acuerdo del profesor Sorovsky, aquel simpático anciano que enseñaba música en Fama, allá en mi niñez. En uno de los episodios, cuando Dani Amatulo le tocaba una baladita heavy –inócua, por lo demás-, el profesor se escandalizaba al pensar que a los jóvenes les gustara aquello, aunque luego, como era hombre inteligente, pensaba en alto:
-También cuando empezaron a sonar los Beatles, yo me escandalizaba y ahora, hasta me gustan.
Y se encogía de hombros.
Una de los indicios infalibles que te indican que alguien se está haciendo viejo (yo empiezo a detectármelo también) es que uno desarrolla un amor ciego por todo lo que se sitúa en el pasado remoto y una resistencia cada vez mayor a aprender, que se disfraza, en la mayoría de los casos, de despectiva mirada por encima del hombro. Para mis compañeros de mesa, este amor se posaba sobre los modales de antaño (debían de conocer unos cuantos niños españoles, que iban a saber lo que era bueno: los chavales de aquí son amabilísimos) y sobre el modo de hablar de hace treinta años.
Expresaban su más agrio disgusto (que comparto, por cierto) ante el hecho de que la gente salpique su alemán con términos en inglés y el mal uso de los casos gramaticales (en mi caso, completamente involuntario). K. incluso sacó a colación su etapa de profesora de alemán para extranjeros (españoles e italianos en su mayoría) y las dificultades que tenemos todos con la pronunciación. Ahí sí que interviene -tocado en mi pundonor- y lancé que es bastante sospechoso que sólo se hable alemán en una reducida porción del mundo. K. se lamentó de que un idioma tan hermoso como el alemán se esté perdiendo. Se hizo un silencio un tanto melancólico. Luego, yo repuse que, si bien al principio lo odiaba, desde que oí hablar a mi conocido el Juez (que tiene una pronunciación bellísima, en mi opinión) empecé a amar el alemán como un edificio ordenado y radiante, aseado y límpio, como el piso de K.
Tras esta afirmación, que les deja a todos sonrientes, se cambia de tema: alguien se ha fijado en el mantel. Los austríacos pasan por ser consumidores bien informados. Se intercambian datos sobre las tarifas de móvil (yo no tengo ni idea de cuántos céntimos me cuesta hablar por minuto, pero aquí la gente no parece pensar en otra cosa) y, volviendo hacia el ramo textil se dice una frase que a mí me deja muerto:
-Pues aunque no os lo creáis, el mantel es de poliester. Ideal.
Tras esta afirmación, que les deja a todos sonrientes, se cambia de tema: alguien se ha fijado en el mantel. Los austríacos pasan por ser consumidores bien informados. Se intercambian datos sobre las tarifas de móvil (yo no tengo ni idea de cuántos céntimos me cuesta hablar por minuto, pero aquí la gente no parece pensar en otra cosa) y, volviendo hacia el ramo textil se dice una frase que a mí me deja muerto:
-Pues aunque no os lo creáis, el mantel es de poliester. Ideal.
4 comentarios:
que foto mas chula como se nota que eres español un besiiiiiiiiiiiii chato
Eres un cachondo mental. Lo de la foto con el niño vestido de guardia civil (con tricornio y todo) apuntando a la camara con una pistola, es me mearse. Esa la ponia yo en todos los coches patrulla. Iba a ser la mejor campaña publicitaria de la benemerita jamas realizada.
que foto mas chula como se nota que eres español un besiiiiiiiiiiiii chato
Sí, sí, Internacional abuelísta. Un abuelo europeo no tiene nada que ver con uno patrio. están hechos de otro material.
Una vez me fui a USA con un viaje organizado con 15 abuelos alemanes y no me he dado semejante paliza de andar en todos los días de mi vida. No paraban de andar en todo el santo día, yo ya había pensado si me caía al suelo pedir que me remataran como a los caballos para dejar de sufrir.
Un besote
Publicar un comentario