7 de Abril.- Delante de nuestros ojos se desarrolla todos los días un teatro exquisito y enigmático, del que nuestro cerebro tiende a escoger tales o cuales fragmentos que nos resultan especialmente llamativos y, mediante misteriosas operaciones, tiende a dotarlos de sentido.
Comida y posterior sobremesa –sabrosísimas las dos- en casa de T. y su mujer U. durante las cuales hablamos de diferentes aspectos que, para nosotros, se asocian al siempre difuso oficio de la escritura.
Me llama la atención que, durante una conversación tan larga como amena y sólida, salen conceptos que también salieron ayer mientras hablábamos con I. y con O.
Comida y posterior sobremesa –sabrosísimas las dos- en casa de T. y su mujer U. durante las cuales hablamos de diferentes aspectos que, para nosotros, se asocian al siempre difuso oficio de la escritura.
Me llama la atención que, durante una conversación tan larga como amena y sólida, salen conceptos que también salieron ayer mientras hablábamos con I. y con O.
Hablamos de la educación, entendida como el proceso de dotar a otros seres humanos de instrumentos críticos con los que analizar la realidad cambiante con un sano espíritu de duda. Nunca se menciona esa palabra, pero los tres, mientras hablamos de literatura y de política, estamos pensando en un ser humano ideal que consiguiera mantener algo que, como la tolerancia a la lactosa, se va perdiendo por fuerza con el paso de los años: la perplejidad. El mantenimiento de un sano grado de asombro (y, por lo tanto de curiosidad) ante las informaciones que nos suministra nuestro entorno, combinado con el suficiente grado de sentido del humor –esa elegancia del alma, ese indicio seguro de la presencia de vida inteligente- debe de ser la receta de las pocas gotas de eterna juventud que nos es accesible a las personas.
De vuelta a casa, mientras las campanas tocan anunciando que ya han vuelto de Roma, medito sobre el importante papel de la conversación y sobre la privación que supone no poder ejecerla de forma habitual con la anchura y la libertad con que lo hice ayer y lo he hecho hoy (la falta de libertad que da mi estrecho dominio del alemán). Resulta delicioso poder jugar una partida en la que los jugadores trabajan desde el principio con la premisa de decir las cosas de una manera simple y eficaz, y contar con instrumentos para ello. El cerebro termina agradablemente cansado con una sensación que podría compararse con la que se siente debajo de la ducha después de haber corrido unos cuantos kilómetros. Resulta singularmente agradable recordar que uno cuenta con instrumentos lógicos para exponer lo que piensa, y se siente uno devuelto al territorio de las personas adultas, capaces de expresar opiniones complejas en un lenguaje matizado.
Resulta espléndido poder hablar de la reducida lista de libros que uno se ha traido de España, y comprobar que son los que otra persona también hubiera elegido. “Ültimas tardes con Teresa”, de Juan Marsé. Esa obra maestra de la melancolía. O “Sinuhé el Egipcio”, una novela que enseña y entretiene mientras divierte. O hablar de Roberto Bolaño y “Los detectives salvajes”, del noble reto que supone intentar crear de la nada, o utilizando las propias vísceras en mayor o menor medida, personajes tan complejos que el lector tienda a olvidarse de que nunca fueron personas reales, sino productos de la imaginación. Voces que hablen al oído del que lee como el que pone su oreja en una caracola y se deja seducir por un mar más auténtico que el real.
Y mientras la luz de las farolas devuelve al asfalto un húmedo reflejo satinado, mientras paso delante de la puerta de la prisión que hay cerca de mi casa, en una de cuyas ventanas un recluso fuma mirando la noche, pienso que quizá la atención concentrada de un lector, los ojos que no pueden dejar de leer, la sensación huidiza de sentirse un prestidigitador que consigue que esa voz que resuena en tu cabeza, que es mi voz, pero ya es la tuya, te parezca próxima. Quizá eso sea la justificación de todo. Quizá esa sea la respuesta a la gran pregunta.
De vuelta a casa, mientras las campanas tocan anunciando que ya han vuelto de Roma, medito sobre el importante papel de la conversación y sobre la privación que supone no poder ejecerla de forma habitual con la anchura y la libertad con que lo hice ayer y lo he hecho hoy (la falta de libertad que da mi estrecho dominio del alemán). Resulta delicioso poder jugar una partida en la que los jugadores trabajan desde el principio con la premisa de decir las cosas de una manera simple y eficaz, y contar con instrumentos para ello. El cerebro termina agradablemente cansado con una sensación que podría compararse con la que se siente debajo de la ducha después de haber corrido unos cuantos kilómetros. Resulta singularmente agradable recordar que uno cuenta con instrumentos lógicos para exponer lo que piensa, y se siente uno devuelto al territorio de las personas adultas, capaces de expresar opiniones complejas en un lenguaje matizado.
Resulta espléndido poder hablar de la reducida lista de libros que uno se ha traido de España, y comprobar que son los que otra persona también hubiera elegido. “Ültimas tardes con Teresa”, de Juan Marsé. Esa obra maestra de la melancolía. O “Sinuhé el Egipcio”, una novela que enseña y entretiene mientras divierte. O hablar de Roberto Bolaño y “Los detectives salvajes”, del noble reto que supone intentar crear de la nada, o utilizando las propias vísceras en mayor o menor medida, personajes tan complejos que el lector tienda a olvidarse de que nunca fueron personas reales, sino productos de la imaginación. Voces que hablen al oído del que lee como el que pone su oreja en una caracola y se deja seducir por un mar más auténtico que el real.
Y mientras la luz de las farolas devuelve al asfalto un húmedo reflejo satinado, mientras paso delante de la puerta de la prisión que hay cerca de mi casa, en una de cuyas ventanas un recluso fuma mirando la noche, pienso que quizá la atención concentrada de un lector, los ojos que no pueden dejar de leer, la sensación huidiza de sentirse un prestidigitador que consigue que esa voz que resuena en tu cabeza, que es mi voz, pero ya es la tuya, te parezca próxima. Quizá eso sea la justificación de todo. Quizá esa sea la respuesta a la gran pregunta.
Quizá por intentar que alguien cierre un libro con una sonrisa satisfecha, quizá por eso sólo, valga la pena escribir.

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