Qué fantástica esta fiesta
30 de Julio.- Me he pasado el fin de semana en una de las fiestas más divertidas en las que haya estado en muchísimo tiempo. Empezó (aquí es tradición) a eso de las seis de la tarde del sábado, y yo estuve bailando hasta casi las tres de la mañana.
Champán, fuegos artificiales, luces de colores, compañía inmejorable y una música servida por Lucy McEvil, que es un personaje de la noche vienesa (una drag) que nos deleitó con lo mejor que puede caber en un tocadiscos. Grandes éxitos de ayer y de siempre combinados de manera sofisticada y en versiones deliciosamente originales. Las Andrew Sisters, Nina Simone, Dalida, Mina, el Julio Iglesias más descacharrante, las Supremes, La Lupe, Lolita (qué bien me lo pasé con Sarandonga), Luz Casal, y un larguísimo etcétera que haría que este post fuera muchisimo más largo de lo que conviene.
La fiesta fue en casa de mis amigos T. y G., que la tienen en Estiria, en una parte de Austria particularmente verde (en este país en donde hay verde por todas partes) en un pueblo que se llama Oberöhr (algo así como el canal de arriba). Dormimos (algunos en coma etílico) a poca distancia en, sí, lo han adivinado los más perspicaces: Unteröhr (o sea, el canal de abajo). Ese pueblo que se pronuncia Un-terror.
El lugar en donde dormimos también tenía su gracia: en perfecto tono con la fiesta: un hotel ultrakitsch en el que el tiempo parecía haberse detenido en la nochevieja de 1975. Cromados, espejos, una foto de grupo del equipo de fútbol local de la liga 1974/75 (con sus pelos largos y sus bigotes a lo Sandokan), osos de peluche en cada esquina, terciopelos y algunos artículos de decoración que mi abuela tiró hace años pero que, en aquel contexto, formaban una especie de tierno museo de los horrores. La mañana del domingo me sugirió la meditación siguiente: el éxito de una fiesta está en relación directa a la cantidad de gafas de sol que ves al día siguiente. Efectivamente: bajo la carpa blanca colocada en el patio de la casa y bajo la soleada y blanca luz de Estiria, todos los que las tenían llevaban unas gafas de sol tipo folklórica en entierro que hurtaban un tanto a la vista los efectos de una noche que terminó al amanecer (lo cual tampoco es decir tanto, porque el amanecer aquí es, como todo el mundo sabe, a las cuatro y media).
A las once y media de la mañana, apareció un hombre alto y soñoliento, con la cabeza rapada a lo mister Proper y unos labios particularmente carnosos. Mi compañía me dijo:
-Detrás de ti está Lucy McEvil.
Y yo, que sólo entendí “Detrás” y “Lucy” (es que a mí el champán me pone la cabeza muy mala para andar traduciendo) me volví y al principio, no supe de qué me hablaban, hasta que, fijándome mejor, reconocí en el hombre mediocre, al que no le hubiera dedicado ni dos miradas en el metro, a la espléndida mujer de estatura improbable y elegantísimo vestido negro de espalda descubierta que nos había puesto música durante toda la noche anterior. Y es que a las drags, les quitas la peluca y los zapatos de tacón y se te quedan en prejubilados de empresa filial de telefónica.
Mientras el dueño de la casa se esforzaba en convertirme en un alcohólico (no hay camino más seguro que el que te sirvan champán del mejor a las doce de la mañana) observé a los invitados que, unidos por la nueva amistad de los que se divierten juntos, se intercambiaban números de teléfono o se sorprendían de saber (es mi caso) que la persona con la que han bailado la noche anterior hasta quitarse los zapatos, vive en su vecindad, a pocos bloques de distancia. Esto me pasó a mí con una parlamentaria de los verdes (una mujer que me habló maravillas de la feria de Málaga) y un funcionario de Bruselas que, tras tres años de residir en Bélgica, estaba en proceso de readaptación a la realidad vienesa. Esta observación de los invitados, como decía, me hizo pensar en una conversación que había tenido el sábado por la mañana con mi amigo X.; versó sobre el éxito y concluí que el dueño de la casa tenía mucho y del mejor. De tan buena calidad como el líquido dorado, gélido, y burbujeante que me estaba bebiendo. El éxito que consiste en estar rodeado de personas con las que echarse unas risas, y a las que acudir en esos casos de apretura que a todos nos suceden de vez en cuando y que piden la presencia de un amigo entrañable que nos escuche.
Y me dije que, cuando yo tenga cuarenta, me gustaría ser como mi amigo T.H. y poder celebrarlo igual de bien rodeado.
Champán, fuegos artificiales, luces de colores, compañía inmejorable y una música servida por Lucy McEvil, que es un personaje de la noche vienesa (una drag) que nos deleitó con lo mejor que puede caber en un tocadiscos. Grandes éxitos de ayer y de siempre combinados de manera sofisticada y en versiones deliciosamente originales. Las Andrew Sisters, Nina Simone, Dalida, Mina, el Julio Iglesias más descacharrante, las Supremes, La Lupe, Lolita (qué bien me lo pasé con Sarandonga), Luz Casal, y un larguísimo etcétera que haría que este post fuera muchisimo más largo de lo que conviene.
La fiesta fue en casa de mis amigos T. y G., que la tienen en Estiria, en una parte de Austria particularmente verde (en este país en donde hay verde por todas partes) en un pueblo que se llama Oberöhr (algo así como el canal de arriba). Dormimos (algunos en coma etílico) a poca distancia en, sí, lo han adivinado los más perspicaces: Unteröhr (o sea, el canal de abajo). Ese pueblo que se pronuncia Un-terror.
El lugar en donde dormimos también tenía su gracia: en perfecto tono con la fiesta: un hotel ultrakitsch en el que el tiempo parecía haberse detenido en la nochevieja de 1975. Cromados, espejos, una foto de grupo del equipo de fútbol local de la liga 1974/75 (con sus pelos largos y sus bigotes a lo Sandokan), osos de peluche en cada esquina, terciopelos y algunos artículos de decoración que mi abuela tiró hace años pero que, en aquel contexto, formaban una especie de tierno museo de los horrores. La mañana del domingo me sugirió la meditación siguiente: el éxito de una fiesta está en relación directa a la cantidad de gafas de sol que ves al día siguiente. Efectivamente: bajo la carpa blanca colocada en el patio de la casa y bajo la soleada y blanca luz de Estiria, todos los que las tenían llevaban unas gafas de sol tipo folklórica en entierro que hurtaban un tanto a la vista los efectos de una noche que terminó al amanecer (lo cual tampoco es decir tanto, porque el amanecer aquí es, como todo el mundo sabe, a las cuatro y media).
A las once y media de la mañana, apareció un hombre alto y soñoliento, con la cabeza rapada a lo mister Proper y unos labios particularmente carnosos. Mi compañía me dijo:
-Detrás de ti está Lucy McEvil.
Y yo, que sólo entendí “Detrás” y “Lucy” (es que a mí el champán me pone la cabeza muy mala para andar traduciendo) me volví y al principio, no supe de qué me hablaban, hasta que, fijándome mejor, reconocí en el hombre mediocre, al que no le hubiera dedicado ni dos miradas en el metro, a la espléndida mujer de estatura improbable y elegantísimo vestido negro de espalda descubierta que nos había puesto música durante toda la noche anterior. Y es que a las drags, les quitas la peluca y los zapatos de tacón y se te quedan en prejubilados de empresa filial de telefónica.
Mientras el dueño de la casa se esforzaba en convertirme en un alcohólico (no hay camino más seguro que el que te sirvan champán del mejor a las doce de la mañana) observé a los invitados que, unidos por la nueva amistad de los que se divierten juntos, se intercambiaban números de teléfono o se sorprendían de saber (es mi caso) que la persona con la que han bailado la noche anterior hasta quitarse los zapatos, vive en su vecindad, a pocos bloques de distancia. Esto me pasó a mí con una parlamentaria de los verdes (una mujer que me habló maravillas de la feria de Málaga) y un funcionario de Bruselas que, tras tres años de residir en Bélgica, estaba en proceso de readaptación a la realidad vienesa. Esta observación de los invitados, como decía, me hizo pensar en una conversación que había tenido el sábado por la mañana con mi amigo X.; versó sobre el éxito y concluí que el dueño de la casa tenía mucho y del mejor. De tan buena calidad como el líquido dorado, gélido, y burbujeante que me estaba bebiendo. El éxito que consiste en estar rodeado de personas con las que echarse unas risas, y a las que acudir en esos casos de apretura que a todos nos suceden de vez en cuando y que piden la presencia de un amigo entrañable que nos escuche.
Y me dije que, cuando yo tenga cuarenta, me gustaría ser como mi amigo T.H. y poder celebrarlo igual de bien rodeado.
1 comentario:
total que te lo has pasado bien, por loque leo un poco incosciente he? bueno por hoy pasa, me alegro que te lo pasaras bien y con loque a ti te gusta bailar pues te lo pasastes bombaaaaaaaaaaa, bueno cielo luego hablamos un beso
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