Función social del crimen
30 de Agosto.- Agosto lleva camino de quitarle el puesto a Abril en el ranking de meses crueles. Nunca como en este mes el llamado “periodismo del corazón”, variante masculina (fútbol) y variante femenina (pormenores ginecológicos), manifiesta su verdadera naturaleza. Los ancianos de la tribu, María Patiño y Julio César Iglesias, se dedican a materializar el eterno retorno del filósofo. Los españoles medimos el transcurso del tiempo por los años que hace que se murió la princesa de Gales o la Madre Teresa, e incorporamos constantemente nuevos hitos a estas efemérides. ¿Se muere un futbolista? Se le entierra por todo lo alto asegurándose de que quede “la imagen para el recuerdo” (abrazo de Lopera y el otro, como en el medievo), ¿La palma un escritor? Acuden a la incineración todos los políticos de perfil. Como Dios manda.
La cultura española se está convirtiendo en una cultura oral. Todos los días nuestros recuerdos sufren una reelaboración, al ser contados y vueltos a contar. Todos los días hay un programa del corazón en que el exchófer desvela un minúsculo detalle que, hasta entonces, se le había pasado. Todos los días la asistenta se acerca al fuego sagrado y cuenta una historia que había permanecido oculta. Todos los días se vuelven a montar las imágenes de siempre en otro orden para alejarse un paso más de la verdad, como en un caleidoscopio.
Aquí en Austria, los periódicos de la mañana iban dejando en el metro su rastro de sangre. El alemán que antes de ayer le comió el coco a un indigente y eso. Declaraciones de la madre en las que habla de que, ya a los doce años, era un niño intratable (el asesino, no el indigente). Declaraciones de los psicólogos que comentan el significado subconsciente de merendarse al prójimo con ketchup y pimienta. Declaraciones de los vecinos de la casa que quieren cancelar sus alquileres y pirarse del lugar en el que está justificado tenerle miedo al lobo feroz. Comparado con España, Austria es un país en el que no hay demasiados crímenes de menudeo. Aquí, la especialidad es el crimen Tarantino. El perfil es el del tipo aparentemente normal que comente cualquier fechoría y luego, después de lavarse las manos con cuidadín para quitarse los restos de sangre, se va tan tranquilo a trabajar. Ellos matan y secuestran, ellas entierran niños en tiestos. Cuando la barbaridad se descubre (siempre hay un macabro hallazgo) los vecinos se hacen lenguas de que, el hombre que tenía nombre de medicamento contra el estreñimiento (Prokopil) había tenido escondida a la niña en el sótano durante diez años y nadie había notado nada en las reuniones de la comunidad de vecinos.
Aquí y allí sin embargo, el crimen tiene una función social. La misma que, durante el franquismo, tenían los crímenes de El Caso (El Caso, o sea, sólo un caso por semana). La de recordarle a la ciudadanía lo amorosos que son los brazos adormecedores de la normalidad. El criminal rompe por un momento el concierto de la paz social. Ese runrún de abejitas obreras que es la vida de cualquier rebaño vista desde fuera. En España, sin embargo, esta función social del crimen está dejando de existir. Nos estamos acostumbrando (gracias a programas como Gente viva, Gente muerta) a una presencia constante del suceso espeluznante, de la niña retenida, de la mujer rociada con gasolina, del hombre que se encontró con la guadaña mientras esperaba el autobús de las tres. En España disfrutamos con la expansión emocional posterior al hecho. Con el grito y con el moco, con los ayes y el suspiro. Y sobre todo, con el recuerdo.
Porque a los españoles nos encanta que nos cuenten cuentos. Cuando más atroces, mejor.
La cultura española se está convirtiendo en una cultura oral. Todos los días nuestros recuerdos sufren una reelaboración, al ser contados y vueltos a contar. Todos los días hay un programa del corazón en que el exchófer desvela un minúsculo detalle que, hasta entonces, se le había pasado. Todos los días la asistenta se acerca al fuego sagrado y cuenta una historia que había permanecido oculta. Todos los días se vuelven a montar las imágenes de siempre en otro orden para alejarse un paso más de la verdad, como en un caleidoscopio.
Aquí en Austria, los periódicos de la mañana iban dejando en el metro su rastro de sangre. El alemán que antes de ayer le comió el coco a un indigente y eso. Declaraciones de la madre en las que habla de que, ya a los doce años, era un niño intratable (el asesino, no el indigente). Declaraciones de los psicólogos que comentan el significado subconsciente de merendarse al prójimo con ketchup y pimienta. Declaraciones de los vecinos de la casa que quieren cancelar sus alquileres y pirarse del lugar en el que está justificado tenerle miedo al lobo feroz. Comparado con España, Austria es un país en el que no hay demasiados crímenes de menudeo. Aquí, la especialidad es el crimen Tarantino. El perfil es el del tipo aparentemente normal que comente cualquier fechoría y luego, después de lavarse las manos con cuidadín para quitarse los restos de sangre, se va tan tranquilo a trabajar. Ellos matan y secuestran, ellas entierran niños en tiestos. Cuando la barbaridad se descubre (siempre hay un macabro hallazgo) los vecinos se hacen lenguas de que, el hombre que tenía nombre de medicamento contra el estreñimiento (Prokopil) había tenido escondida a la niña en el sótano durante diez años y nadie había notado nada en las reuniones de la comunidad de vecinos.
Aquí y allí sin embargo, el crimen tiene una función social. La misma que, durante el franquismo, tenían los crímenes de El Caso (El Caso, o sea, sólo un caso por semana). La de recordarle a la ciudadanía lo amorosos que son los brazos adormecedores de la normalidad. El criminal rompe por un momento el concierto de la paz social. Ese runrún de abejitas obreras que es la vida de cualquier rebaño vista desde fuera. En España, sin embargo, esta función social del crimen está dejando de existir. Nos estamos acostumbrando (gracias a programas como Gente viva, Gente muerta) a una presencia constante del suceso espeluznante, de la niña retenida, de la mujer rociada con gasolina, del hombre que se encontró con la guadaña mientras esperaba el autobús de las tres. En España disfrutamos con la expansión emocional posterior al hecho. Con el grito y con el moco, con los ayes y el suspiro. Y sobre todo, con el recuerdo.
Porque a los españoles nos encanta que nos cuenten cuentos. Cuando más atroces, mejor.
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