Mujeres que ya no creen en las promesas de amor
1 de Octubre.- De vuelta a la oficina, repaso las tarjetas de los contactos que hice en Francia. Ante mí desfilan desde el ruso envuelto en rublos venido de la tundra misteriosa, hasta los pequeños artesanos que miran las máquinas con los ojos húmedos, calculando la cantidad de horas que hay que trabajar para poder pagarse un aparato de los que yo vendo (o trato de vender).
Si no fuera por ese desfile humano, la verdad es que las ferias comerciales serían acontecimientos tan condenables como las dictaduras con las que, de hecho, tienen muchas cosas en común. En las dictaduras y en las ferias reina una unanimidad forzada. También es omnipresente ese clima de alegría histérica que suele cercar a todos los gobernantes con ínfulas autoritarias, esa afirmación constante y machacona de que todo va perfectamente bien, esa sonrisa de dientes apretados, esa cortesía artificial. Para mí, observador incansable de los seres humanos, ha resultado tremendamente interesante el ver en acción a esa tribu errabunda de hombres entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco, que llevan pegado a la piel el aroma impersonal de las sábanas de los hoteles, y que portan invariablemente un sello de oro encajado en el dedo meñique. Una fauna a medias infantil y a medias cruel, que espía lo que hace la competencia, y que intenta desmoralizar al enemigo a base de tretas de patio de colegio.
Nuestra parcelita de moqueta limitaba al norte con una tribu de hermanas de Ofelia, la secretaria de Mortadelo y Filemón. Mujeres de muslos opulentos y tinte eléctrico, perpetuamente embutidas en minifaldas dos tallas más pequeñas de lo necesario, calzadas con botas de mosquetero hasta medio muslo. Al Oeste, limitábamos con el estand de Monsieur Sierra Mecánica. Un hombre tristón que comía durante horas y horas el mismo bocata de salchichón revenido y que intentaba colocar en Francia una sierra de carpintería vertical. Cada vez que tenía que hacer una demostración práctica, hacía temblar todo el pabellón. Y al este, limitábamos con Monsieur Conviviale, cuyo nombre se ignora hasta la fecha pero que, una vez a la hora, con la regularidad de un diapasón y acompañado por una música bakala, leía un texto en el que se explicaban las innúmeras cualidades de un armatoste de función indefinida, ante la atenta mirada del mismo grupo de curiosos que intentaba ver si , de una vez para otra, cometía algún error.
(El apodo viene de que al hablar del software que usaba su maquinita, el tipo en cuestión lo calificaba de Conviviale, pronunciando muchísimo esta palabra francesa de difícil traducción al español pero que vendría a ser algo como hospitalario. Un adjetivo que es, aún en francés, esa lengua a la que nada de lo repolludo le es ajeno, bastante rarito).
Los ejecutivos franceses se pueden clasificar en estratos. Entre los veinticinco y los treinta y cinco son de camisa blanca, pantalón negro pitillo y zapatos tipo chúpame la punta (unos zapatos cuyos ápices, en casos extremos de inseguridad a propósito de la longitud del propio pene, se curvan hacia arriba como babuchas orientales).
El segundo tramo de edad está formado por hombres con cara de obispo, gafitas de montura metálica plateada, melenas canas peinadas hacia atrás, boca de labios finos contraida en una mueca un tanto despreciativa y ausencia de corbata.
De las mujeres, apenas puedo hablar, porque nuestra feria, por ser de lo que era, estaba poblada mayoritariamente de especímenes masculinos. Las pocas que había iban todas de estricta gobernanta o de “Qué pasa: soy asexual como las amebas”, que es ese atuendo informe detrás del que se esconden feministas de segunda generación y las mujeres que hace tiempo que no creen en las promesas de amor.
Si no fuera por ese desfile humano, la verdad es que las ferias comerciales serían acontecimientos tan condenables como las dictaduras con las que, de hecho, tienen muchas cosas en común. En las dictaduras y en las ferias reina una unanimidad forzada. También es omnipresente ese clima de alegría histérica que suele cercar a todos los gobernantes con ínfulas autoritarias, esa afirmación constante y machacona de que todo va perfectamente bien, esa sonrisa de dientes apretados, esa cortesía artificial. Para mí, observador incansable de los seres humanos, ha resultado tremendamente interesante el ver en acción a esa tribu errabunda de hombres entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco, que llevan pegado a la piel el aroma impersonal de las sábanas de los hoteles, y que portan invariablemente un sello de oro encajado en el dedo meñique. Una fauna a medias infantil y a medias cruel, que espía lo que hace la competencia, y que intenta desmoralizar al enemigo a base de tretas de patio de colegio.
Nuestra parcelita de moqueta limitaba al norte con una tribu de hermanas de Ofelia, la secretaria de Mortadelo y Filemón. Mujeres de muslos opulentos y tinte eléctrico, perpetuamente embutidas en minifaldas dos tallas más pequeñas de lo necesario, calzadas con botas de mosquetero hasta medio muslo. Al Oeste, limitábamos con el estand de Monsieur Sierra Mecánica. Un hombre tristón que comía durante horas y horas el mismo bocata de salchichón revenido y que intentaba colocar en Francia una sierra de carpintería vertical. Cada vez que tenía que hacer una demostración práctica, hacía temblar todo el pabellón. Y al este, limitábamos con Monsieur Conviviale, cuyo nombre se ignora hasta la fecha pero que, una vez a la hora, con la regularidad de un diapasón y acompañado por una música bakala, leía un texto en el que se explicaban las innúmeras cualidades de un armatoste de función indefinida, ante la atenta mirada del mismo grupo de curiosos que intentaba ver si , de una vez para otra, cometía algún error.
(El apodo viene de que al hablar del software que usaba su maquinita, el tipo en cuestión lo calificaba de Conviviale, pronunciando muchísimo esta palabra francesa de difícil traducción al español pero que vendría a ser algo como hospitalario. Un adjetivo que es, aún en francés, esa lengua a la que nada de lo repolludo le es ajeno, bastante rarito).
Los ejecutivos franceses se pueden clasificar en estratos. Entre los veinticinco y los treinta y cinco son de camisa blanca, pantalón negro pitillo y zapatos tipo chúpame la punta (unos zapatos cuyos ápices, en casos extremos de inseguridad a propósito de la longitud del propio pene, se curvan hacia arriba como babuchas orientales).
El segundo tramo de edad está formado por hombres con cara de obispo, gafitas de montura metálica plateada, melenas canas peinadas hacia atrás, boca de labios finos contraida en una mueca un tanto despreciativa y ausencia de corbata.
De las mujeres, apenas puedo hablar, porque nuestra feria, por ser de lo que era, estaba poblada mayoritariamente de especímenes masculinos. Las pocas que había iban todas de estricta gobernanta o de “Qué pasa: soy asexual como las amebas”, que es ese atuendo informe detrás del que se esconden feministas de segunda generación y las mujeres que hace tiempo que no creen en las promesas de amor.
Por último, una historieta: para los que no me conozcan personalmente ni en retrato: yo soy una persona de piel clara. O sea, que no respondo para nada al prototipo de español racial de ojos oscuros y piel morena (vaya, que en Sierra Morena no me hubiera comido un colín). Pues resulta que estaba yo tan campante haciendo kilómetros en mi cuadrado de moqueta con una taza de café en la mano, cuando, de pronto, se acerca a mí un gigantón procedente de Jordania y, levantando el puño en ademán de empotrármelo en la feis, me dice:
-¡Qué haces tú bebiendo! El ramadán todavía no se ha terminado.
Y es que las personas, señoras y señores, estamos muy mal de las cabezas.
-¡Qué haces tú bebiendo! El ramadán todavía no se ha terminado.
Y es que las personas, señoras y señores, estamos muy mal de las cabezas.
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