Alonso Caparrós, ese ser
Zumo de manzana (gespritz)


5 de Junio.- Cuando yo trabajaba en el negocio de la tele, los programadores aún eran una especie de dioses en contacto con los misterios de la vida y la muerte.
En aquellos tiempos, en los que aún el mercado televisivo no tenía nada que ver con lo que es hoy, y la competencia era una tarta repartida entre cinco cadenas de ámbito nacional –contando al Plus, que era en realidad media cadena, por estar codificada- los programadores decidían lo que se veía y lo que no se veía, lo que se ponía o se dejaba de poner. Tenían el mando para modelar el inconsciente colectivo.
Para mí, siempre fue un misterio saber cómo se llegaba a programador (la mayoría venían de la Única, la Sacrosanta, Televisión Española, conocida en aquel reducido círculo como “La Española”). En general, eran personas que, por su formación, se hubieran podido dedicar –y, de hecho, se hubieran querido dedicar- a ser críticos de cine. Eran unos personajes de biografía heterodoxa, con ligera tendencia a ostentar ese catálogo de pequeñas rarezas que hace las delicias de los terapeutas sin escrúpulos, y cuyo poder real sobre la mente del telespectador contrastaba con las vidas aparentemente grises que llevaban.
Incluso, el programador jefe era un hombre que, por no tener, ni siquiera tenía vida –alguna vez he hablado aquí de él-; actualmente, ocupa un cargo más honorífico que otra cosa en una tele autonómica pero, en aquel momento, era un ser de una capacidad de trabajo titánica, y un mal humor y una buena memoria legendarios. Yo, humilde empleado, sólo lo vi una vez, pero me causó gran impresión. Pude sentir el chorro de socarrona energía que emanaba de él y esa alegre excitación que se da cuando uno está en presencia de alguien de poderoso atractivo sexual o sobremanera inteligente.
Entre sus aterrorizados subordinados, circulaban todo tipo de historias a propósito de llamadas de madrugada, secretarias baldadas por dobles turnos e incendiarias broncas, y horas extras que rebasaban cualquier pacato límite sindical. Aquel hombre era dios en lo suyo. Sabía de televisión más que nadie. En sus buenos tiempos, cuentan que los datos acudían a su mente portentosa antes de que el ordenador más rápido de la casa hubiera podido encontrarlos. Sin embargo, un mal paso, una compra fallida de un programa que no tuvo éxito, quizá una palabra más alta que otra, y terminó confinado en un despacho con monitores en el que la secretaria le llama señor pero del que ha desaparecido el olor del napalm.
Este preámbulo tan largo para decir que, durante estos días, esos diosecillos desconocidos que son los programadores de Televisión Española (facción internacional) me están regalando, sin duda en contra de su voluntad, una buena sesión de recuerdos en forma de añejo material de archivo de diversa catadura.
Si hace dos viernes fui castigado, por mis numerosos pecados, con una noche temática de Ana Obregón –“A las once en casa”, “Ana y los siete”, en sesión seguida y doble- antes de ayer fue “Perdona bonita, pero Lucas me quería a mí”, esa película que, como ayer decía mi amigo N. demuestra que en los malos actores siempre se puede confiar: Jordi Mollá sigue siendo hoy tan inenarrablemente intútil como entonces.
Vista hoy, PBPLMQAM (abreviamos un poco) produce una especie de ternura. Es una comedia que, una vez uno se olvida de lo menesteroso de los medios con que fue hecha, funciona razonablemente bien y demuestra que, entre las actrices más desaprovechadas de la península Ibérica, está Esperanza Roy, que le saca muchísimo jugo a un papel de asistenta escrito con un muñón.
Decía que es una peli tierna porque refleja (aún de forma muy ingénua) lo que fue el boom de mediados de los noventa, citando a Boris Izaguirre: un fenómeno contemporaneo al llamado Espíritu de Ermua, y de parecida ingenuidad: la salida del armario de la homosexualidad en España, el auge de Chueca como concepto y como jugoso bocado económico. Ese parque temático en el que los gays se sentían cómodos y al que hasta los heteros más atrevidos podían ir a sentir el agradable escalofrío de la transgresión (ellos a mirar de reojo y a sentirse acosados –con o sin razón- ellas a celebrar inagotables despedidas de soltera). Los personajes de Perdona Bonita son amables, deliciosamente incorrectos, y sólo cuando la película se propone de verdad “hacerte de reir” es cuando se nota que los años han pasado y que hay determinado tipo de humor que sólo funciona en televisión (si es que funciona).
Cuando la peli se terminó –justo al mismo tiempo que ese montón de plancha que ya va durando demasiado- recordé aquellos tiempos de los inicios del Aznarato en los que hasta parecía posible pensar que Alonso Caparrós tendría, algún día, una carrera cinematográfica.
Comprendí entonces la expresión de incomodidad estomacal que tenían todos los programadores de televisión que he conocido. Me dieron ganas de atizarme un güiski por los viejos tiempos pero, como me da ardores, me tomé un zumo de manzana. Gespritz, como debe de ser.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

La nostalgia vende y, si bien no soporto las interminables sesiones de publicidad a las que nos someten las cadenas hoy en día, reconozco que una de las cosas que me encantan de ver cintas viejas son los anuncios ("¡Anda!, ¿éramos así?"). Jordi Mollà no me disgusta en lo que le he visto hacer. Hay actores españoles de proyección internacional y aclamados por la crítica que me parecen pésimos en su profesión y, sin embargo, ahí están. La tele tiene de todo, como en botica. La pública de mi tierra me gusta mucho y me parece muy decente; sus informativos son de los pocos que salvo de la quema (nefastos los de Tele5 y Antena 3, que son todo vísceras, morbo, sangre, y youtubes de idiotas maltratando animales o a otros seres vivos; por no hablar de las noticias chorras que llegan a sacar ("Una adolescente se esconde debajo de la cama para no hacer un examen"; vamos hombre... esto es noticia en la tele regional del pueblo de la chica y a modo de anécdota idiota para rellenar los huecos, no es noticia para abrir un informativo nacional).

En fin... saludos de una desorientada total que ha abandonado sus sueños.

Jabolka dijo...

jajajajaj...no has dejado titere con cabeza... Bueno,aunque suene tópico, yo la tele practicamente solo la enciendo para ver las noticias y a veces ni eso :)

Paco Bernal dijo...

Hola!
Gracias por vuestros comentarios.
a m. los sueños no hay que abandonarlos nunca -el resto no tiene casi importancia-; uno puede dar rodeos, avanzar, retroceder, pero perder de vista los objetivos, nunca.
a Jabolka: tampoco he sido tan malo. Solo lo justo. Además, no he contado más que la realidad...Los programadores de televisión son seres muy interesantes, te lo puedo asegurar. Con muchos de ellos he tenido conversaciones realmente estimulantes.
Saludines,
P.