Bloque de pisos de los años setenta, parecido al que se describe en esta entrada
Vida vecinal (Primera parte)

20 de Agosto.- Querida sobrina: durante estos días de vacaciones tu padre ha tenido un rato para echarle un vistazo a este blog en el que publico las cartas que te escribo. Se rió mucho cuando conté que, de pequeño, contaba calvos (no se acordaba ya) así que, a petición suya, he decidido escribir otros recuerdos de nuestra infancia.
Hasta que yo cumplí un año, tus abuelos vivieron en una casita baja de alquiler –aún conservan gran amistad con la que fue su casera-. Sin embargo, la llegada de tu padre aconsejó buscarse un abrigo algo más ámplio. Hay que agradecerles que no se decidieran por un piso que estuvieron a punto de comprar, situado en una calle tristona. Nuestra vida (probablemente tu vida también) hubiera sido muy diferente. Se inclinaron al final por uno en la bulliciosa casa de vecinos en la que tu padre y yo abrimos los ojos al mundo.
De la casita baja sólo conservo el recuerdo difuso del frescor del zaguán y del escalón de la entrada, porque las habitaciones estaban un poco por debajo del nivel de la calle; y el recuerdo, este más nítido, de la cocina, con su mesa en el centro, que a mí me parecía, en aquellos entonces, gigantesca. Esta casa tu padre no llegó a conocerla.
Cuando éramos niños, Ainara, vivíamos en una película neorrealista aunque, por supuesto, ni tu padre ni yo teníamos la menor idea por entonces. Nuestro nuevo domicilio estaba situado en una calle nueva, trazada a la buena de Dios y casi sin asfaltar, de un pueblo que, por aquella época, estaba alejadísimo de Madrid. De hecho, llegar hasta la capital para cualquier diligencia se convertía en una odisea: un viaje epopéyico que había que efectuar en unos coches de línea carraspeantes con asientos de fórmica y el interior pintado de naranja.
La casa de vecinos de la que te hablo estaba habitada por gente obrera que se dedicaba a ganarse la vida con las manos. A lo sumo, en humildes menesteres municipales. Su habitante más pudiente era un administrativo de la Renault que representaba algo así como la aristocracia de la tribu. Debes saber, sobrina, que en aquel tiempo en el que todo era analógico y el adjetivo “digital” sólo significaba “relativo a los dedos” los trabajadores de cuello blanco eran admirados por sus vecinos, y su hipotética superioridad se reverenciaba en una sociedad que aún salvaguardaba el prestigio ancestral de los ancianos y de los maestros.
Nuestros vecinos eran la avanzadilla tecnológica del bloque y aún me atrevería a decir que del barrio. Sus logros ya hoy parecen humildes –a ti, casi cincuenta años después, te parecerán irrisorios- pero para nosotros representaban el colmo del refinamiento oriental. Juzga por ti misma con tres ejemplos: fueron los primeros que tuvieron calefación en toda la casa (el resto de los mortales nos helábamos cuando abandonábamos la mesa camilla para ir al servicio, o cuando teníamos que meternos entre las sábanas heladas); pudieron afirmar orgullosos que habían comprado el primer vídeo del bloque (en el que yo degusté Chitty, Chitty, Bang,Bang una media docena de veces, y las tres primeras películas de la Guerra de las Galaxias) y, sus hijos, lo vieron estos ojos, nos introdujeron en los asmáticos juegos que podían jugarse con el primer ordenador Amstrad.
El lado caliente y picante lo ponía un grupo de vecinas que, cuando sus maridos estaban fuera de casa trayendo el sueldo a casa, hacían y deshacían a su antojo. Eran especialmente temibles durante las largas tardes del verano. Se sentaban a la puerta de la calle, con el objetivo oficial de tomar el fresco y de vigilar los juegos de los chiquillos pero, en realidad, lo que hacían era un aquelarre en el que era mejor estar presente, porque todas las críticas se hacían in absentia.
Aquella asamblea se fue disolviendo con el paso de los años, porque costumbres más modernas y vecinas no vinculadas al primer grupo que habitó la casa, decidieron que eso de sacarse la silla y el abanico a la vía pública se había quedado antiguo. Al final, sólo quedó tu bisabuela, testigo y, también, juez y parte de las peleas de muchachos. Mujer de un carácter austero, escrupulosa con la licitud de los placeres, tu bisabuela María sólo se concedía un capricho: cuando el calor apretaba, mandaba a tu padre a la tienda de la Pili (toda la gente, en aquel universo humilde, cargaba con su artículo determinado) y le encargaba un helado de limón, que la buena mujer chupaba disimulando el gusto que le daba el hielo en las encías desnudas.
Aquel grupo de mujeres hacía oír su voz en la reunión anual de vecinos a través de sus maridos –estaba mal visto que las mujeres acudiesen a aquella cita en la cumbre vecinal - ; menudeaban las delaciones porque esta o la otra no había limpiado la escalera con la diligencia adecuada (en aquellos momentos, la modestia de la comunidad impedía meter ninguna mujer que fregase por horas y las vecinas se repartían la labor). Un año se decidió implantar un sistema por el cual las vecinas se iban pasando un cartón duro, plastificado, en el que estaba escrito un conminativo TE TOCA LA ESCALERA –creo que se sigue usando-. Aún recuerdo el olor picante del la lejía barata y el terrazo fregado una y otra vez de los descansillos brillando humildemente a la luz de las bombillas legañosas del portal.
En fin, Ainara, recuerdos de nuestra infancia. Cosas que pasaron antes de que tú vinieras al mundo pero que, de maneras imperceptibles (o no tanto) condicionarán tu vida.
Besos de tu tío.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Paco escribes precioso, me estoy entreteniendo mucho con tu blog!
Besos

Paco Bernal dijo...

Hola Myriam! Muchas gracias por tu comentario y me alegro de que te entretengas.
Besos