De izda. a dcha. Alfonso Guerra y Felipe González saludando a la multitud desde un balcón del hotel Palace de Madrid. 1982. Noche electoral.
Corazón tan blanco

13 de Mayo.- Querida Ainara: nuestra existencia es producto del azar hasta tal punto que resulta un poco ridícula nuestra vanidad al tomarla tan en serio.
Yo mismo, cuando era un bebé, estuve a punto de morir atragantado. Me salvó la suerte, supongo, ayudada por los vigorosos brazos de tu abuelo, que me mantearon hasta que el trozo de comida que me había cerrado la glotis salió disparado al aire como un corcho de champán.
Tú también estuviste a punto de no venir al mundo muchísimo tiempo antes de que fueras ni siquiera un proyecto. Fue una noche de 1982 que ha pasado a la historia por otros motivos. Mientras Felipe González y Alfonso Guerra saludaban a la multitud jubilosa de sus seguidores congregada en la Carrera de San Jerónimo, tus abuelos corrían, con tu padre en brazos, camino del hospital más próximo. El niño, estremecido por las fiebres que le provocó una neumonía vírica, se debatió durante los días siguientes entre la vida y la muerte.
Tu tío, entonces un niño también, esperó el desenlace de los acontecimientos (que fue feliz, gracias a Dios) muy lejos de “el centro de la noticia”, en casa de unos parientes. Para mí fue terrible. Me sentí aislado en territorio enemigo (no lo era, pero yo lo percibía así). No tenía ni idea de si la situación se prolongaría mucho o, incluso, si sería definitiva. Todas las historias de huérfanos de los cuentos me pasaron por la cabeza. Mi natural propensión a la truculencia y al drama no hizo más que agudizar mis sufrimientos.
No volví a ver a tus abuelos hasta que hubo transcurrido una semana de esta angustiosa situación. Fue tu abuelo el que, ojeroso, derrotado, vino a verme durante apenas un cuarto de hora, sacando tiempo de la angustiosa espera entre dos visitas médicas. Conociendo a mis padres como les conozco y con la perspectiva que me da tener la edad que ellos tenían entonces, debo suponer que aquella semana había sido infernal para ellos. Eran una pareja joven con un niño pequeño que se debatía, por causas desconocidas, entre la vida y la muerte.
Recuerdo aquellas navidades como las más tristes de mi vida y, probablemente, como el firme cimiento del odio que profeso, desde entonces, a esas entrañables fiestas.
Tras la primera crisis, tu padre se convirtió en un campo de batalla de enfermedades que los médicos no sabían diagnosticar. Las estancias en hospitales se prolongaban sin que nadie supiera bien cual era la causa misteriosa de que mi hermano pasara por crisis que le dejaban exhausto. Las reclusiones incluyeron alguna con aislamiento total e una unidad para enfermos infecciosos. De nuestra casa desaparecieron las alfombras y las cortinas. El aire se empapó de una honda melancolía.
Me consta que, para tu padre, un niño sensible y cariñoso, aquel ir y venir por manos extrañas; aquel pedirle tranquilidad para luego introducirle sondas y tubos fue muy traumático. He visto casos parecidos durante el tiempo que trabajé en un hospital. Niños que sentían pavor a que los tocasen.
En el fragor de la batalla, supongo sin embargo que nadie se dio cuenta de que en aquella familia había otro niño muerto de miedo: yo. Desde entonces siendo un hondo respeto por los terrores que pueden vivir en el frágil corazón de un niño. No consiento que, delante de mí, ningún adulto se ría de ningún miedo infantil. Procuro calmarlos explicándole al niño, en un lenguaje que él pueda entender, qué pasa, por qué pasa y qué puede hacer. He tenido que sufrir a muchos adultos que se han reido de mí cuando era pequeño. Creo que es por la única cosa que puedo guardarle rencor a alguien: los niños, Ainara, no tienen la defensa de saber que son cañas lo que ellos toman por lanzas.
En cualquier caso, esta enfermedad de tu padre tuvo algo bueno: en una estantería, envuelto aún en el plástico de la tienda, cubierto de polvo, descubrí Corazón de Edmundo de Amicis. Un libro bellísimo que me ha acompañado fielmente desde entonces.
Besos de tu tío.

5 comentarios:

El herpato dijo...

Que potito, herpato. Cierto es que algún trauma me queda aún. De hecho mi feeling con los niños es debido a esta misma experiencia. Un niño en el hospital no entiende que el médico le quiere ayudar. Para él, el miedo a la soledad es más fuerte que el dolor.
Siento que sufrieras tu también.

Besos

Paco Bernal dijo...

Hola campeón!
Con el tiempo yo he descubierto que los dolores psicológicos son, a veces, bastante peores que los físicos. El de la soledad es uno de los peores, como tú dices.
En cualquier caso, de todo se aprende. ¿Te acuerdas lo que decíamos? Si la vida te da flores, pues flores. Si la vida te da estiercol, pues es para que plantes flores. Todos los sufrimientos de esta vida nos ayudan a aprender.
Aquel también me ayudó a mí :-) Lo importante de los dolores no son los dolores, sino usarlos con inteligencia para crecer.
Besos

cleira dijo...

Ese libro ha formado también parte mi ninez, qué bonito y qué recuerdos!Creo recordar que Marco el nino que buscaba a su madre era uno de los cuentos del mes... oh?

Espero que aquella experiencia no te haya dejado ningún tipo de secuelas, la soledad y la tristeza de un nino es de las cosas más tristes.

Paco Bernal dijo...

Hola Cleira!
Muchas gracias por tu comentario.
Efectivamente: se llama "De los Apeninos a los Andes". Pero también había otro que a mi me gustaba mucho: el de El Pequeño escribiente florentino. Es un libro precioso, sentimental sin ser ñoño. Desgraciadamente, me parece que ha caido en el olvido.
En cuanto a las soledades de la infancia, por suerte en mi familia nos reimos mucho (incluso de esto) que es una forma fenomenal de sacar los traumas. Como le decía a mi hermano más arriba, lo importante no son los malos tragos, sino las consecuencias positivas que uno saca de ellos.
Saludetes :-)

amelche dijo...

Yo leí también ese libro en mi infancia, pero la verdad es que ya ni me acuerdo. Y tampoco sé dónde está ese libro, que era de mi madre. Tendré que buscarlo.