El viajar es un placer (tercera y última parte): gayumbos de gigoló
5 de mayo.- El cocinero de espárragos mejor peinado de este lado del Rubicón nos sonríe mientras se limpia la punta de los dedos con un trapito blanco que lleva sujeto a las caderas. Como tiene las mangas subidas, nos enteramos de que la arpía, que nos mira con cara de haber chupado un limón caducado, se llama Elisa (la mía frrrrrau, nos aclara el cocinero) ¿Y cómo nos enteramos? Porque el aspirante a top model lleva tatuado el nombre de su santa en el brazo derecho, en grandes letras góticas de color azul marino.
Casi por señas, nos indica que él conoce un “vainkelarrr” (bodega) en donde venden unos vinos que resucitan sin remisión incluso a los cadáveres más amojamados. Paco, disciplinadamente, traduce. Y allá que se encamina el grupo a la salida del local. Por indicación del cocinero, una sumisa camarera pelirroja nos ofrece unas copichuelas de limoncello. Empieza la maratón alcohólica.
En esto, aparece un caballero septuagenario con una barriga de proporciones épicas.
La arpía dulcifica la expresión por un segundo, se arrea un par de enérgicas palmadas en el pecho y grita:
-¡Il mío papá!
Y yo:
-Que este señor nos lleva.
A los aborígenes (austriacos) no les parece muy convincente la iea, y sólo se apaciguan cuando ven que el orondo caballero italiano y su barriga se encaraman trabajosamente a un Mercedes gris del tamaño del yate de un jeque árabe.
Tras un cortísimo trayecto entre viñedos y casitas suburbiales llegamos a un conjunto de edificaciones de aluvión. Detrás de una cortina de cuentas de plástico suenan los llantos de un reality que se llama Emozioni. Al bajarnos del coche y sin dar más explicaciones que sacar la mano por la ventana a guisa de saludo, el suegro del cocinero nos abandona a nuestra suerte.
El dueño del viñedo resulta ser un campesino risueño con chaleco de camuflaje y grandes manazas, que nos introduce en el frescor de una bodega limpia y moderna. Tras probar un surtido de su producción capaz de tumbar a un mamut, decidimos comprarle diez botellas por barba a un precio que es de risa pero que aún nos lo parece más debido a que estamos claramente trompas (o en trance de estarlo en pocos minutos). Llegamos al hotel. Siesta. Fundido en negro.
(...)
Mientras me tomo el desayuno en el comedorcillo del hotel en donde nos alojamos, miro una foto antigua. En el centro, con clara actitud marcial, Benito Mussolini aparece frente a la fachada de la edificación, rodeado de una banda de música y de una multitud curiosa que mira al objetivo de la cámara y, a través de él, a los siglos venideros.
El dueño del hotel se queja de la crisis, de la falta de crédito que le impide a un conocido comprarse un piso. Le suelta a un parroquiano que los créditos se los dan a los gitanos y a los moros, pero no a los italianos de pura cepa como él, que se ven obligados a ganarse los ladrillos con el sudor de su frente.
Mientras paseo por la tienda de las Sorelle Raimonda, un gigantesco outlet en el que la ropa de marca posa rebajada y pulcramente doblada en los expositores, me acuerdo del posadero (sin duda miembro prominente de un partido ultraderechista, quizá la Liga Norte de Bossi). Por una extraña asociación, también pienso en las dependientas (jovencísimas) que me rodean y en sus labios siliconados, y en el terror de los italianos por la fealdad, que les lleva a someterse a todo tipo de sevicias quirúrgicas e implantes capilares.
El departamento de ropa interior masculina de Sorelle Raimonda tiene varias decenas de metros cuadrados. Modelos en calzoncillos me miran repetidos desde diferentes anuncios. Decido hacer una locura y comprarme unos para combinar con mis recién adquiridos vaqueros de cadera baja (¿Qué son unos vaqueros de cadera baja sino una manera de enseñar el elástico de los gayumbos?).
Me acerco al expositor más cercano. Dolce & Gabanna. Treinta eurazos por unos tristes slips de algodón.
Por suerte, a lo lejos, se vislumbra la sección de las piezas rebajadas. Ya nada me impedirá tener mis propios, genuinos, calzoncillos de gigoló.
Cuando cojo el modelo de mi elección pienso que, entre las falsificaciones y los auténticos, no hay ninguna diferencia. Todo el mundo piensa que los verdaderos son falsos y los falsos no se diferencian en nada de los verdaderos.
Y me parece una extraña metáfora de Italia.
Casi por señas, nos indica que él conoce un “vainkelarrr” (bodega) en donde venden unos vinos que resucitan sin remisión incluso a los cadáveres más amojamados. Paco, disciplinadamente, traduce. Y allá que se encamina el grupo a la salida del local. Por indicación del cocinero, una sumisa camarera pelirroja nos ofrece unas copichuelas de limoncello. Empieza la maratón alcohólica.
En esto, aparece un caballero septuagenario con una barriga de proporciones épicas.
La arpía dulcifica la expresión por un segundo, se arrea un par de enérgicas palmadas en el pecho y grita:
-¡Il mío papá!
Y yo:
-Que este señor nos lleva.
A los aborígenes (austriacos) no les parece muy convincente la iea, y sólo se apaciguan cuando ven que el orondo caballero italiano y su barriga se encaraman trabajosamente a un Mercedes gris del tamaño del yate de un jeque árabe.
Tras un cortísimo trayecto entre viñedos y casitas suburbiales llegamos a un conjunto de edificaciones de aluvión. Detrás de una cortina de cuentas de plástico suenan los llantos de un reality que se llama Emozioni. Al bajarnos del coche y sin dar más explicaciones que sacar la mano por la ventana a guisa de saludo, el suegro del cocinero nos abandona a nuestra suerte.
El dueño del viñedo resulta ser un campesino risueño con chaleco de camuflaje y grandes manazas, que nos introduce en el frescor de una bodega limpia y moderna. Tras probar un surtido de su producción capaz de tumbar a un mamut, decidimos comprarle diez botellas por barba a un precio que es de risa pero que aún nos lo parece más debido a que estamos claramente trompas (o en trance de estarlo en pocos minutos). Llegamos al hotel. Siesta. Fundido en negro.
(...)
Mientras me tomo el desayuno en el comedorcillo del hotel en donde nos alojamos, miro una foto antigua. En el centro, con clara actitud marcial, Benito Mussolini aparece frente a la fachada de la edificación, rodeado de una banda de música y de una multitud curiosa que mira al objetivo de la cámara y, a través de él, a los siglos venideros.
El dueño del hotel se queja de la crisis, de la falta de crédito que le impide a un conocido comprarse un piso. Le suelta a un parroquiano que los créditos se los dan a los gitanos y a los moros, pero no a los italianos de pura cepa como él, que se ven obligados a ganarse los ladrillos con el sudor de su frente.
Mientras paseo por la tienda de las Sorelle Raimonda, un gigantesco outlet en el que la ropa de marca posa rebajada y pulcramente doblada en los expositores, me acuerdo del posadero (sin duda miembro prominente de un partido ultraderechista, quizá la Liga Norte de Bossi). Por una extraña asociación, también pienso en las dependientas (jovencísimas) que me rodean y en sus labios siliconados, y en el terror de los italianos por la fealdad, que les lleva a someterse a todo tipo de sevicias quirúrgicas e implantes capilares.
El departamento de ropa interior masculina de Sorelle Raimonda tiene varias decenas de metros cuadrados. Modelos en calzoncillos me miran repetidos desde diferentes anuncios. Decido hacer una locura y comprarme unos para combinar con mis recién adquiridos vaqueros de cadera baja (¿Qué son unos vaqueros de cadera baja sino una manera de enseñar el elástico de los gayumbos?).
Me acerco al expositor más cercano. Dolce & Gabanna. Treinta eurazos por unos tristes slips de algodón.
Por suerte, a lo lejos, se vislumbra la sección de las piezas rebajadas. Ya nada me impedirá tener mis propios, genuinos, calzoncillos de gigoló.
Cuando cojo el modelo de mi elección pienso que, entre las falsificaciones y los auténticos, no hay ninguna diferencia. Todo el mundo piensa que los verdaderos son falsos y los falsos no se diferencian en nada de los verdaderos.
Y me parece una extraña metáfora de Italia.
1 comentario:
Muy divertido. Genial historia. Un saludo
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