11 de Junio.- El metro se detiene en una estación. Entre la gente que se afana en sobrevivir a la hora punta, suben dos hombres vestidos de negro. Uno es un anciano de aspecto venerable y luenga barba blanca. El otro, un hombre más joven, quizá no llegue a los treinta, pálido, el rostro ligeramente abotargado, que le sigue de cerca, denotando una muda solicitud por su comodidad. A pesar de que hay lugares libres, no se sientan. El anciano se sujeta a una de las barras y el joven aguanta las sacudidas del tren con el estoicismo del que tiene su alma consagrada a los misterios de lo Alto. Inmediatamente noto que se trata de un rabino judío ortodoxo y de uno de sus discípulos.
Me abismo en la lectura del periódico gratuito que he cogido en la estación en la que empiezo mi vuelta a casa.
Al leer una noticia me acuerdo de mis tiempos de sordomudez. Una cocina amplia, una fiesta a la que fui invitado, un invierno nevando tras unas ventanas altas, un panorama de tejados vieneses extendiéndose hacia lo que parecía una tundra blanca e infinita. Entre los invitados una chica cuya cara, lo siento, se me ha borrado. Se acercó y me preguntó si era español. Al decirle yo que sí, me explicó que su trabajo consistía en guiar estudiantes españoles a través de los misterios de la vida vienesa. Nos estuvimos riendo un rato. La chica hablaba de los estudiantes a los que guiaba como de una tribu de criaturas curiosas. Le extrañaba nuestro amor incondicional por el aceite de oliva, nuestro apego familiar (esas conversaciones con nuestra madre de media hora diaria, a veces más), nuestra facilidad para hacer amistades en los sitios más inhóspitos –en la cola del supermercado, en el metro, por la calle- y, cosa abracadabrante para la mayoría de los austriacos, nuestro pudor al admitir que nos pagamos los estudios o los alquileres o lo que sea, sirviendo hamburguesas, limpiando o haciendo camas.
Me abismo en la lectura del periódico gratuito que he cogido en la estación en la que empiezo mi vuelta a casa.
Al leer una noticia me acuerdo de mis tiempos de sordomudez. Una cocina amplia, una fiesta a la que fui invitado, un invierno nevando tras unas ventanas altas, un panorama de tejados vieneses extendiéndose hacia lo que parecía una tundra blanca e infinita. Entre los invitados una chica cuya cara, lo siento, se me ha borrado. Se acercó y me preguntó si era español. Al decirle yo que sí, me explicó que su trabajo consistía en guiar estudiantes españoles a través de los misterios de la vida vienesa. Nos estuvimos riendo un rato. La chica hablaba de los estudiantes a los que guiaba como de una tribu de criaturas curiosas. Le extrañaba nuestro amor incondicional por el aceite de oliva, nuestro apego familiar (esas conversaciones con nuestra madre de media hora diaria, a veces más), nuestra facilidad para hacer amistades en los sitios más inhóspitos –en la cola del supermercado, en el metro, por la calle- y, cosa abracadabrante para la mayoría de los austriacos, nuestro pudor al admitir que nos pagamos los estudios o los alquileres o lo que sea, sirviendo hamburguesas, limpiando o haciendo camas.
-Los he conocido que decían que estaban trabajando de traductor y luego estaban vete tú a saber dónde.
Yo intenté explicarle que, en una cultura como la española, en la que irse a vivir al extranjero remite bien al emigrante sin posibles, bien al lujo vergonzante del quiero y no puedo, a mucha gente se le caen los anillos si admite que, con un título universitario en el modesto currículum, tiene que lavar platos para sobrevivir (ya no se lavan, hay lavavajillas industriales que han mejorado mucho la vida de la gente).
La chica lo flipaba bastante, claro. Los austriacos abandonan la casa de mamá con la edad mínima indispensable para que su trabajo no sea considerado explotación infantil. “El movimiento circular” como una profesora mía de francés llamaba a los trabajos de fregoteo, es para ellos la prehistoria normal de cualquier carrera profesional. Los jóvenes tienen que comer, pagarse el alquiler y las copas mientras están estudiando. No resulta para ellos nada humillante. Es más: para los padres austriacos significa una especie de palmadita que la vida les da en la espalda:
-Mi hijo es independiente, aunque yo falte, ya no se muere de hambre.
Etcétera.
Llegado un momento de la conversación, la cicerone de los estudiantes me preguntó:
-Y bueno, tú, te irás de botellón, ¿No?
(Botellón, aclaro, se llama en Madrid a la práctica consistente en irse a los parques a consumir alcohol).
Y yo:
-Pues no, la verdad. Con este frío...
-A tus paisanos les da igual: se van al Museums Quartier y se ponen hasta las orejas.
La noticia del periódico era que, para prevenir estas borracheras intempestivas, la policía vienesa va a instalar controles en los accesos a la plaza del Museums Quartier en los que se confiscará todo el alcohol que no se compre en el recinto.
¿Se manifestará la juventud vienesa como, en su momento, se manifestó la juventud madrileña ante lo mismo? (una de las manifestaciones más vergonzosas que yo recuerdo fue la de reivindicar el botellón).
Al cerrar el periódico el rabino y su acompañante habían desaparecido.
2 comentarios:
Era yo ya un mozo de venticinco o más cuando oí por vez primera la palabra botellón, fue en la región extremeña, de donde procede la dudosa costumbre, y asistí a alguno es Caceres en alguno de los womad que allí se celebrarón entonces. pertenezco a una generación que bebió mucho, pero en bares de 2X1 o como mucho "litronas" en el parque, lo que realmente nos gustaba era ir a siete u ocho garitos en una noche y beber otras tantas consumiciones entre cervezas y "cubatas", lo del botellón me parece algo con muy poca gracia, porque creo que tiene mas desventajas que ventajas, y lo del precio del alcohol y los jovenes es una memez, en nuestra época no creo que en relación a nuestros ingresos el alcohol fuese mas barato.
Hola!
Creo recordar que yo me fui de botellón por primera vez a los veintitantos también. En un parque de algún sitio de Herrera Oria. Pero la verdad es que ha debido de ser uno de los pocos a los que he ido. No me gustan las resacas, la verdad. De todas maneras estoy de acuerdo contigo: en los garitos hay música y se está a cubierto. No hay color :-) abrazos
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