El padre de Isamo Noguchi. Foto extraida de la cuenta que la Smithsonian Institution tiene en flickr
17 de Junio.- Antes de empezar con el post de hoy me gustaría aclarar que voy a limitarme, en lo posible, a contar la historia de la manera en que mis abuelos la vivieron y la han transmitido sin entrar en más valoraciones que las imprescindibles. Cuando sucedieron los hechos que se cuentan en los párrafos siguientes yo tenía unos catorce años y, por la naturaleza de los mismos y la discreción natural de mi abuelo en lo referente a estas cosas, se mantuvieron más o menos velados durante mucho tiempo, incluso para la familia.
Asimismo, también quiero añadir que, en mi opinión, existe una probabilidad suficiente de que la ciencia –la psiquiatría, en particular- tenga algo que decir a propósito de lo que se relata a continuación; sin embargo, también me gustaría dejar claro que, según mis noticias, el afectado, después de la intervención de mi abuelo, continuó su vida más o menos normalmente sin sufrir mayores percances por lo cual creo que hoy, sin duda, será un cuarentón con un par de niños.
Allá vamos.
Mis abuelos convivieron más de cincuenta años. Una intimidad tan prolongada hace que los esposos se conviertan en una especie de criatura separada en dos cuerpos. La noche antes de que esta historia empezase mi abuela se despertó de madrugada debido a una pesadilla llena de figuras desasosegantes. La pezuña de un toro pisando a una persona a la que no conocía, un paisaje desolado, nubes de tormenta.
Desayunando, se lo contó a mi abuelo. Sin duda el sueño era un presagio.
A eso de las doce de la mañana, sonó el teléfono. Una voz masculina con un marcado acento insular, nublada por quién sabe qué pesadumbre, confirmó la dirección y pidió ver a mi abuelo. Aquella misma tarde si era posible, antes de que saliera el último avión. Si no, en cualquier otro momento. Si era necesario volvería a desplazarse a Madrid.
Inmediatamente, mi abuela comprendió que el hombre estaba atenazado por un problema grave, y le preguntó si a eso de las cuatro le vendría bien (mis abuelos comían desde tiempos inmemoriales las tres). El hombre, quizá, dudó un momento y luego dijo que sí. Pidió las mínimas indicaciones para llegar en un coche y luego colgó.
Puntual, se presentó a la hora convenida. Era un caballero de mediana edad del que, desgraciadamente, no tengo ninguna descripción de primera mano. Imagínele el lector trajeado, evidentes muestras de práctica deportiva frecuente, saludable exposición al yodo del aire marino, higiene dental cuidada desde la infancia.
Mi abuela condujo al desconocido a la salita que ya conocen mis lectores. El hombre debió sentarse entre la tele y la máquina de coser (el mismo sitio que yo ocupaba cuando visitaba a mis abuelos). Se le ofreció café –mi abuela se retiró estratégicamente- y mi abuelo encontró, seguramente, alguna manera de romper el hielo. El hombre tardó un poco en decidirse a hablar. Una posición socioeconómica como la suya garantiza un sano escepticismo a propósito de la vida ultraterrena. Sin embargo, pronto se rehizo y le contó a mi abuelo el peso que le agobiaba.
Su hijo, de unos veinte años, que siempre había sido un estudiante impecable, un chico normal, cariñoso (supongo que le dijo esto, porque todos los padres ven a sus hijos más o menos así). Pues bien: su hijo, había empezado a desarrollar de unos meses a aquella parte un comportamiento extraño. Se escapaba de noche de la casa familiar,sita en una lujosa urbanización; se había vuelto agresivo...El hombre vaciló antes de admitir también que habían sucedido además otras cosas a las que no conseguía encontrar una explicación racional.
Después de confirmar no sin cierto orgullo lo que saltaba a la vista, o sea, que disfrutaba de unas finanzas saneadas, el caballero explicó que no había reparado en gastos y que había acudido a todos los especialistas que le habían recomendado. Los diagnósticos habían sido tan variados como apocalípticos, y la solución siempre la misma: noquear al enfermo a base de pastillas. Pastillas que, por supuesto, ni habían arreglado los síntomas ni parecían haber atacado a la causa del extraño mal que aquejaba a su primogénito.
El caballero, que admitió estar absolutamente desesperado, era sabedor de la reputación de mi abuelo y, ya sin ambages, le preguntó qué le cobraría por curar a su hijo. Estaba dispuesto a pagar lo que fuera más aún porque el “enfermo”, estaba claro, sufría a causa de su mal.
Puedo imaginar que mi abuelo suspiró y, supongo que para sorpresa del empresario, después de un minuto de silencio le indicó que su intervención no le iba a costar un céntimo.
Mi abuela llegó con el café y el azucarero y, entonces, mi abuelo le preguntó al caballero acongojado si, la próxima vez, podría traer a su hijo con él.
2 comentarios:
Me gustaria saber como sigue la historia.
Gracias
Ana
Bueno Paco, has cortado en lo mas emocionante!..
¿Que Pasó?
¿Fue con el hijo?
¿Que problema tenía el hijo?.
Me lo estoy imaginando. Estaba endemoniado.
Espero la continuación mañana.
Un abrazo
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