Estilo italiano: un grupo de amigos, tataranietos de los adolescentes que montaban bronca con Romeo, exhibe sus últimas elegancias en las calles de Verona
7 de Junio.- Yo tengo un conocido del que la gente dice que es muy guapo. Alto, una cabeza grande, orgullosa, una mirada gentil...Sin embargo a mí, cada vez que le miro –y no es cosa solo mía, a otra gente le pasa igual- me da por pensar que está en la confusa frontera que separa la belleza de la fealdad. Pienso que con que la barbilla fuera un poco más grande, o la nariz un pelín más aguileña, los ojos un milímetro más separados, mi conocido no sería un monstruo, eso no, pero quizá no podría sacarle a su cara todo el jugo que le saca (que creo que es mucho).
Pues con Italia pasa igual.
Uno no puede evitar pensar que es un país que, durante toda su historia, ha estado coqueteando con el exceso (y, a ratos, ha caido en él).
Y no me refiero solamente al hecho de que el presidente del Gobierno esté igual de operado que la que va camino de ser su exmujer. Ni me refiero a que sus cotilleos de alcoba tengan el mismo protagonismo en la prensa que los planes con los que el mandatario pretende mejorar la vida de los italianos. No: el exceso, en la Península Itálica es sensual, arrebatador, exuberante. Está en el aire y atraviesa la sociedad en un ramalazo transversal del que los italianos han sabido hacer un sector vital de su economía.
Esto se ve, por ejemplo, en el concepto que los italianos tienen del lujo. Muy distinto del que se tiene en Austria (en Viena y en Salzburgo, que son las ciudades más pijas del país).
Si uno se pasea por las calles del primer distrito, lugar en donde, muy de vez en cuando, se exhiben los ricos de esta tierra, y uno se fija en lo que llevan puesto los bigardos y bigardas que sorben con desgana sus aperol gespritzt, se dará cuenta de que impera la sobriedad (una sobriedad que alguna mente malintencionada podría confundir con una absoluta desertización de la fantasía).
Los hombres van vestidos con trajes gris plomo, azul marino. Ahora en verano, los más audaces se aventuran por algunos tonos del marrón (café con leche, tonalidades sufriditas del beís). Tejidos ricos (lana fría y cosas así) corte impecable. La consabida americana un poquito más corta que las españolas y un poquito más entallada (estiliza la figura, te hace más alto). La corbata, discreta, más estrecha que ancha, estampado pequeñito. El pantalón, sin pinzas, suele tender a un estrechamiento final que invita a mirar un zapato del mejor cuero, pero de un color elegido para no resaltar demasiado sobre el bajo del pantalón. Pequeñas concesiones al dandismo: un pañuelo a juego con la corbata saliendo insolente del inútil bolsillo de la americana.
Ellas, juegan con los tonos lisos y esa clase de ropa lujosa pero convenientemente impersonal que se obtiene al ejecutar los modelos del Burda al pie de la letra (mis lectoras costureras sabrán lo que quiero decir). Estampados geométricos (pocas veces florales) y sólo se permiten ciertos excesos con los complementos. Grandes collares. Joyas caras pero nada detonantes.
Pintada en la puerta de la llamada Casa de Julieta (una atracción hecha para los turistas americanos que piensan que su historia de amor con Romeo fue un hecho real)
¿Y qué pasa en Italia?
El jueves, cuando llegué, a eso de las ocho, me senté en la terraza de un bar que hay en la plaza mayor de Udine.
Udine, para que mis lectores se hagan una idea, es una ciudad pequeña, parte de la Italia rica pero que, de ninguna forma, alcanza los grados de opulencia de Pádua o de Milán. Frente a mí, se abría una plaza que forma el centro de la localidad. Es de forma aproximadamente cuadrada y está rodeada por un grupo de edificios tardomedievales y una iglesia que, construida en el renacimiento, fue remodelada durante una de las fases menos explosivas del barroco.
Empezó a pasar gente camino del aperitivo de la tarde.
Ellos llevaban cosas que hubieran hecho sonrojarse a cualquier pijo austriaco. Chaquetas ceñidas, pantalones diseñados para provocar esterilidad, zapatos de chúpame la punta (en los casos más Cristiano Ronaldo, incluso de piel de lagarto o imitación). Los pantalones de cadera baja han muerto en Italia, por cierto y los italianos que presumen de ir a la moda juegan a imitar a Cary Grant y a Clark Gable en sus mejores tiempos (primera mitad de los años treinta) y llevan los pantalones, de raya pulquérrima, amenazando seriamente la integridad de los sobacos.
Ellas, van encaramadas en taconazos de quince centímetros y, en general, siguen la premisa de “Si Dios me lo dió, por qué no enseñarlo”. Al fin y al cabo, es verano y el amor está en el aire .En Italia la moda es una religión y todos los italianos creen más en ella que en el milagro anual de la licuefacción de la sangre de San Genaro.
1 comentario:
Me parece increible en ti, la manera tan objetiva de ver el entorno que te rodea. Conozco los rincones que estas visitando y es ahora leyendo tus relatos cuando recuerdo todas esas cosas, que en su momento no aprecie. Disfruta mucho y pasatelo muy bien.En cuanto a lo que cuentas del abuelo, me parece precioso y te animo a que lo hagas más. Solo los que lo conociamos reconocemos esos instantes que en su momento pasaban casi inapreciables pero que en su recuerdo nos trasladas en el tiempo. Se que tu forma de escribir es otro tipo de "don".Te quiero y espero que desde donde este el abuelo te proteja.Besos de tus tios y primos.Buitrago
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