Un mensajero frente a la Puerta de San Miguel
28 de Septiembre.- Soy muy fan de Elvira Lindo. La sigo como escritora (recuerdo como una de las tardes más luminosas de mi vida aquella en la que me compré el primer Manolito Gafotas) y soy muy “fósforo” de ella como opinadora porque, aunque no coincidamos en algunos casos, siempre suele decir cosas muy sensatas.
En una de sus colecciones de artículos veraniegos para El País, Elvira Lindo contaba, de coña, que ella tenía un problema y era que no podía ir a mítines porque, instantáneamente, se ponía del lado de quien “los echaba” (utilizo el verbo que utiliza ella, que me parece de lo más gráfico). A mí, me pasa un poco igual. No por falta de personalidad, sino por mi reconocida incapacidad para tomar partido en cuestiones que impliquen un bit de información, o sea, o sí o no.
Me explico: para mí, de vivir en España, la convocatoria para mañana de Huelga General hubiera supuesto un gran aprieto. Para salvarlo, lo ideal hubiera sido que hubiese dos días 29 de septiembre. Uno, en el que la parte de mí que considera la reforma laboral totalmente inaceptable iría a la huelga e, incluso, se manifestaría cumpliendo con su deber ciudadano.
En el día 29 bis, iría a trabajar porque también pienso que, de seguir esta huelga, no haría sino mostrar que estoy de acuerdo con una forma de entender las relaciones laborales y la economía que me parece enteramente ineficiente en la España del siglo XXI.
Durante estos días, he leido razones que justifican tanto el ir a trabajar como el quedarse en casa y la mayoría me han parecido justas. Sin embargo, creo que, como español residente en el extranjero, lo más responsable que puedo hacer es intentar aportar mi visión sobre cómo se ve desde fuera el mercado laboral celtíbero. Confío en que, después, mis lectores tendrán otros elementos de juico sobre los que cavilar.
Como paso previo, hagamos un repaso a mi currículum: cuando llegué al mercado laboral (a la edad en que en Austria todo el mundo se emancipa, por cierto) yo tenía unos estudios universitarios presuntamente muy atractivos para los empresarios y hablaba, entonces, dos idiomas aparte del mío materno (inglés y francés).
Durante mi vida laboral española trabajé, si la memoria no me falla, en cinco empresas en un periodo de ocho años. Unos diez contratos en total. Sólo uno de duración indefinida. El resto, de aquella manera. En la mayoría de los puestos, para motivarme, mis empleadores me prometieron la panacea de hacerme indefinido en un futuro lejano de tonos rosáceos (lo cual, en el mercado laboral español, es la medalla de plata; el oro lo tiene, por derecho propio, el ser funcionario). Estas promesas no se hicieron realidad nunca, claro. Y, sospecho, desde el principio tanto mis empleadores como yo sabíamos que las promesas nunca se concretarían.
Los compañeros que habían accedido al gozoso estado de empleados fijos, por supuesto, contaban con una serie de derechos de los que yo no carecía en teoría peeeeeeeero siempre existía la espada de Damocles de que si uno “no se portaba bien” (iba al dentista más de lo normal, o cogía vacaciones sin subordinar su voluntad a la del jefe, cosas así) llegado el momento de la renovación o de la prolongación de la relación laboral, le estaría esperando a uno la cola del INEM (Hoy Servicio Público de Empleo).
De esta forma, mis compañeros bajo contrato indefinido gozaban de un relativo márgen extra de maniobra porque despedirles no sólo era (es) carísimo sino, en la práctica, enormemente engorroso desde el punto de vista legal. Por supuesto, los “Empleados B” éramos para todo el mundo que contaba (sindicatos incluidos) unas personas por las que no se podía hacer nada y, por tanto, de las que nadie se ocupaba (no hablemos ya de defenderlas). Una especie de enfermos laborales crónicos. Sombras nada más, vaya.
Sin embargo, achacar a los sindicatos (a la base por lo menos) la culpa de esta situación sería achacársela en falso.
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