29 de Enero.- Uno de mis primeros trabajos en Viena fue en una Academia de Idiomas en una zona popular de la capital.
Llegué a él a través de una española con la que perdí el contacto poco después. Una de esas chicas simpáticas, cariñosas, guapas, de familia bien que, desgraciadamente, son incapaces de centrarse. Ya conocen mis lectores el tipo: un día quieren ser profesoras de idiomas en Centroeuropa, al mes siguiente piensan que lo que en realidad haría sus sueños realidad sería limpiarles los moquitos a los niños de cualquier leprosería de Calcuta y, una vez que están en Asia, miran en internet las fotos de un verano lleno de cuerpos flexibles y de pieles tensas por la sal del mar, y suspiran mientras piensan que en ningún sitio se está igual de bien que en la cala privada de papá.
De esta muchacha heredé un trabajillo, una chapucilla, en un chiringuito en el que los turcos que querían pasar el exámen de integración aprendían alemán, y taquigrafía e inglés las chicas balcánicas que querían labrarse un futuro lejos de la peluquería o la caja del supermercado.
Mi labor consistía en enseñarle la lengua de Belén Esteban (eso sí, espurgada de tacos) a una única alumna, encantadora y algo alicaída, que había conseguido el curso a través del Servicio Austriaco de Empleo (AMS por sus siglas en alemán).
Tengo que decir antes de nada que la chica austriaca no necesitaba para nada mis servicios y que mis clases con ella consistían, básicamente, en amenas charlas sobre Centroamérica y las canciones que a ella le recordaban a los seis meses tan felices que había pasado en un país tropical poniendo ladrillos para una ONG. De vez en cuando, eso sí, le corregía el uso del subjuntivo –que es algo que suele atragantársele a los germanoparlantes- y, cuando el jefe me preguntaba desconfiado por los progresos de nuestras clases, yo le aseguraba que mi alumna aprendía más que ayer pero menos que mañana, y me marchaba a mi casa la mar de contento por haber ganado cincuenta machacantes con tan poco esfuerzo.
Un día del verano de 2006, a eso de las dos de la tarde, llegué a la estación de metro en la que se encontraba la academia y, al bajar del tren, me topé casi de morros con una especie de Sansón sudoroso que, desnudo de cintura para arriba y sin más atavío que un escueto bañador, estaba esperando con expresión fastidiada el tren que iba a aparecer de un momento a otro en dirección contraria. Hacía calor pero la verdad es que la temperatura no justificaba de ninguna forma el pasearse por la ciudad medio en bolas. El hombre, indiferente a las miradas de los otros pasajeros, la cabeza rapada goteándole gruesas gotas de sudor, terminó subiéndose a un tren y yo archivé la anécdota en algún cajón de mi inconsciente.
Quién me iba a decir a mí que, años después, volvería a coincidir con el fortachón desconocido. Resulta que es cliente de mi gimnasio. Se pasea por entre las máquinas más o menos con el mismo ropaje con el que yo le vi la primera vez –con una camiseta reducida a la mínima expresión, eso sí, porque está prohibido hacer deporte con el torso descubierto- y, aún en las noches más crudas del crudo invierno vienés, sale a la calle con una camiseta de tirantes y una cazadorilla vaquera que haría fallecer de hipotermia a otros tipos menos bragados que él.
Pero lo que le ha hecho famoso en el gimnasio sólo lo puede ver un cincuenta por ciento de los clientes: aquellos que compartimos vestuario con él. Cuando Mister Proper se queda en traje de Adán, todo el mundo puede ver que lleva un anillo de goma negra, parecido a una junta, alrededor del pajarito.
1 comentario:
¿Y por qué lo lleva?
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