Isabel Preysler el día de su boda con Julio Iglesias (entonces Julito) en 1971 (foto: www.diezminutos.es)
23 de Enero.- Rebuscando entre unos papeles, encontré el otro día unas cuantas decenas de páginas de un ensayo que empecé a escribir en los tenebrosos tiempos en los que, mi radical desconocimiento del alemán, me tenía aislado del mundo como a un conductor que se queda atrapado entre la nieve de un puerto de montaña. En esa situación, cuando el presente es un disco interminable o un cerco de silencio que se cierra en torno a uno, es inevitable que la mente se deslice hacia los cálidos territorios del recuerdo.
Los papeles trataban de ser una especie de historia, mucho más que menos personal, del periodismo del corazón en España. Un género que fue cobrando fuerza e intensidad al mismo tiempo que yo cobraba uso de (cierta) razón. Y que hoy, cuando yo soy un hombre, ha alcanzado la madurez industrial y se ha convertido en el leviatán sin corazón que ha anegado de mierda una sociedad entera.
Mi relato, que trataré de reconstruir hoy sin apoyo de esos folios (escribo en el metro y no puedo consultarlos) empezaba en los últimos estertores del franquismo más allá de la muerte del dictador (más o menos hacia el año 1979) y terminaba algo abruptamente hacia la mitad de los noventa, un poco antes de que yo empezase a trabajar en la tele y pudiera ver, de primera mano (o de una segunda muy cercana) cómo funcionaba de verdad ese mundo que entonces aún no era tan harapiento como hoy pero que empezaba a ajarse rápidamente, al mismo ritmo en que se convertía en una máquina de producir millones.
Escribí las primeras páginas con mucho gusto, casi sin darme cuenta, llevado por una dulce nostalgia. Luego, se las pasé a un amigo, el mismo que está empeñado en verme convertido en escritor, y me desengañó con la sensata opinión de que, lo que en realidad vende, son las novelas y que no merece la pena tomarse trabajo en otra cosa. Supuse entonces que el proyecto, que a mí me parecía tan interesante, era en realidad el último capricho de un expatriado quejica.
Cosa rara, sin embargo, imprimí los folios, los metí en una carpeta de cartulina con un par de anotaciones y los dejé reposar en algún lugar del fondo de un armario a la espera de que mejorase en algo el tiempo (esta última frase puede interpretarse también de un modo metafórico, lo mismo que las moradas del cielo de las que habla la Biblia, la cabeza del que firma esto está llena de armarios que alguna vez intenta ordenar).
Al releer los papeles recientemente me di cuenta de que tenían su gracia aunque, quizá, pecaban de cierta falta de distancia, defecto que creo que los años habrán podido mitigar; y también de cierta ingenuidad que, si Dios quiere, continuará permaneciendo en mi relato. Las entradas de esta serie serán un recorrido agridulce por una época y unos personajes que, a veces, tengo la sensación de que solo existen en mi recuerdo.
2 comentarios:
Pues me parece muy interesante que desempolves esos papeles y nos los vayas contando.
Un besito. Yo como tu amigo pienso que tienes madera de escritor.
Pues yo creo que ese ensayo se habría vendido como rosquillas ¡Todo lo relacionado con el corazón vende! Lo malo es que puedes vender tu alma al diablo: empezar de ácido y lúcido analista outsider y acabar convertido en Karmele Marchante, un poner. Abrazos, L.
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