21 de Abril.- A la vuelta de la esquina en donde trabajo hay una librería (antigua, como todas las del barrio) por delante de cuyo escaparate paso todos los días. Como viejo profesional de la visión periférica, siempre echo un vistazo de pasada al escaparate. En la tienda se venden novedades, pero también libros de segunda mano.
Ayer, en mi rutinario vistazo, vi un libro que me llamó mucho la atención. Se trataba de un ejemplar de “Ahora hablaré de mí” de Antonio Gala. Miré el precio, cinco euros, y me decidí a comprarlo. Me lo puso el librero con la pulcritud que, en mi infancia, usaban las estanqueras para vender sellos. De propina me llevé un precioso volumen, encuadernado en azul y plata, con una biografía profusamente ilustrada de Cole Porter.
Salí a la calle con el libro (de Gala) en la mano y, con esa fruición que Dios nos regala a los lectores, lo empecé. No tuve que darle la vuelta a la primera página para reirme a carcajadas. Leí por la calle, como mis lectores saben, con gran riesgo para mi integridad física, hasta que llegué a la estación del metro que me lleva al gimnasio; y dejé volar el recuerdo hasta aquella primavera (marzo, abril, debió de ser) de 1991 en la que tuve la primera y única ocasión de ver a Gala personalmente.
Mi padre acababa de empezar a trabajar en la televisión y, por una vez, mi madre y yo disfrutamos de los pequeños privilegios de tener a alguien dentro de “la casa” (en esto, las teles se parecen bastante a los hospitales). Fuimos como público a un programa mamotrético que hacía Jesús Hermida.
Mi madre y yo, endomingados, teníamos como misión aplaudir a las órdenes del regidor a cambio de una botella de agua mineral y un bocadillo de chóped o de queso, que devoramos con ansia de jubilados en una pausa publicitaria.
El programa transcurrió entre los excesos habituales de Hermida hasta que, a eso de las cinco de la tarde, el periodista, entre espasmos que amenazaban con descoyuntarle seriamente las cervicales, presentó a Antonio Gala. Las viejas que llenaban las gradas del estudio, mi madre y yo, aplaudimos siguiendo las señales del regidor y, entonces, sucedió un milagro que espero que mis lectores crean. Apareció Antonio Gala y una paz que he sentido pocas veces se extendió por el estudio y me atrevería a decir que por toda la provincia de Madrid. Gala y Hermida (parece como si lo estuviera viendo) se sentaron a tres metros escasos de donde mi madre y yo estábamos, y comenzaron a charlar ignorándonos olímpicamente.
Hermida le enseñó al escritor cordobés un ejemplar sobadísimo de su primer libro de poemas (Enemigo Íntimo) y, tras un cuarto de hora de educada charla sobre generalidades más o menos cultas, se despidieron los dos hombres y yo caí transido de un amor literario que me impulsó a leerme con hambrienta curiosidad todo lo que Gala había publicado hasta entonces (y gran parte de lo que publicó hasta “La pasión turca” que me parece infame).
Las quinientas y pico páginas de El Manuscrito Carmesí cayeron en cuatro irrepetibles días, Anillos para una Dama también fue una compañía frecuente de mis viajes y, siendo así, no resulta nada extraño que, cuando yo escribí mi primera obra de teatro (o así) se trató de una imitación infame del estilo del de Brazatortas.
Ayer, leyendo Ahora hablaré de mí, no sólo me reí mucho (ya voy casi por la mitad de las trescientas páginas del libro) sino que me reencontré con un personaje muy querido de esa larga infancia mía que se prolongó hasta los veinte años. Fue algo así como volver a charlar con un tío lejano que, de pequeños, nos hacía reir con esos chistes capados que se les cuentan a los niños y descubrir, de pronto, al adulto que no veíamos. Con sus vicios, con sus tics, con cierta cursilería que despreció nuestra adolescencia. Pero con una eficacia y una sabiduría que la infancia tiene vedado contemplar.
Foto: El escritor Antonio Gala
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