Manías de un caballero de cierta edad



18 de Abril.- Desde que mi peluquera de siempre (en Viena) se jubiló para dedicarse a pintar las acuarelas espantosas que perpetraba entre cliente y cliente, me he cortado el pelo en varios sitios. Siempre cerca de mi casa. En una peluquería bastante choni, y en una en la que me cascaron veinticuatro eurazos por el cuarto de hora que un peluquero normal emplea en esquilarme. En ambas, me cortaron el pelo bien pero, la verdad, de una manera impersonal.


Mientras me cortaba el pelo el sábado, me di cuenta bastante sorprendido de que soy (o me he vuelto) un poco maniático al respecto. A ver si me explico. Que a uno le corten el pelo es una ocasión bastante peculiar: por un lado, un corte de pelo tiene un lado estrictamente mercantil (sobre todo cuando, como ya me pasa a mí, se han dejado atrás las alegrías capilares y se enfrenta uno con un inapelable destino alopécico). O sea: uno va, le quitan el pelo que le sobra y se marcha. Todo bastante impersonal. 

Pero, por otro lado, el mero acto del corte de pelo también implica que una persona que no mantiene con uno una relación afectiva de ningún género, mantiene contacto físico contigo. Un peluquero (o una peluquera) tiene la autorización de penetrar en esa esfera a la que sólo acceden nuestras parejas, nuestros familiares y ese reducido grupo de profesionales que se encargan de garantizar el bienestar de nuestro cuerpo.

Otra de las cosas fundamentales que, para mí, tiene que tener un buen corte de pelo es que tiene que ser rápido. Me gusta ajustarme lo más posible a la impersonalidad del trámite y, de acuerdo con un hábito aprendido en la infancia, procuro madrugar para que cortarme el pelo sea cuestión de llegar y besar el santo.

Hace dos meses (por tanto, hace dos cortes de pelo) acepté el mal menor de tener que volver a esquilarme en casa de las peluqueras chonis pero la amable muchacha que me atendió me indicó que tendría que esperar media hora. Fastidiado, miré el reloj como si fuera un broker de Wall Street y me despedí sin cerrar el trato. De vuelta a casa, resignado a dejar la cosa para el sábado siguiente, reparé en una peluquería canija medio escondida entre unos andamios. Es un local de apenas tres por tres metros. Con dos sillones y una trastienda. Como el negocio parecía estar abierto (pero vacío), decidí entrar. El peluquero me tuteó nada más verme (por lo cual me di cuenta de que era extranjero, como yo) y me recibió, cosa rara aquí, sonriendo. Era (es) de algún lugar del este, muy delgado, el pelo rubio ceniza y los ojos azul claro. Iba vestido con unos vaqueros baratos y una camisa fucsia de New Yorker bordada de lentejuelas (el último grito de elegancia eslava, vaya). En la radio, sonaba un tecno poligonero que, en otras circunstancias, me hubiera puesto los pelos de gallina pero que, en este contexto, me resultó la música más normal del mundo.

A pesar de que el local no es muy lujoso ni, por qué no decirlo, estaba inmaculado (en las peluquerías regentadas por austriacos se podría realizar sin problemas una intervención a corazón abierto) decidí probar. En cuanto me senté en el sillón, me di cuenta de que el barbero sabía lo que hacía. Empezó a evolucionar eficientemente a mi alrededor como quien oficia ese ritual algo carcelario  que el corte de pelo implica en las barberías antiguas. Esos lugares eminentemente masculinos en los que aún sobrevive una de las manifestaciones más inócuas de cierto machismo.

Estaba claro que el hombre conocía su oficio y se molestaba en hacerlo lo mejor que podía. Como soy un caballero de una cierta edad, buscó los pelos que ya empiezan a crecerme en sitios inconvenientes (las orejas). Cuidadosamente, me afeitó las patillas, la nuca. Cuando estaba a punto de acabar, apareció su socio. Un turco que, tocándome en el hombro como si me conociera desde siempre, me dijo Servus (un saludo equivalente al hola celtibérico) y, desde el primer momento, tuve clarísimo que aquellos dos se llevaban fenomenal.

Por último, mientras buscaba la cartera, aparecieron dos críos turcos que, modosos, preguntaron si eran los últimos y, como mi hermano y yo cuando teníamos su edad, se sentaron y, disimuladamente, se pusieron a hacerle muecas a su imagen reflejada en el espejo.

Foto: Autorretrato con sombreros e intrusa (Archivo Viena Directo)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Qué tú eres un caballero de cierta edad?
Las cosas que hay que leer... pero si en la foto se te ve hecho un chaval, hombre.
L. (el verdadero caballero de cierta edad)

Paco Bernal dijo...

Hola!

Jajajaja. Yo seré un guayabín pero a)tengo canas b) me estoy quedando calvete y c) a mí antes no me salían pelos en las orejas :-)

Y no sé tu edad, pero no creo yo que nos llevemos tanto.

Un abrazo

Paco Bernal dijo...

Por cierto, sabéis ya cuándo hacéis la gira por centroeuropa? Ponme un correo para irnos coordinando, que se tiene muchas ganas de veros.

Cuidate :-)