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18 de Julio.- La primera mención que recuerdo a propósito de la fecha de hoy es, paradójicamente, muy doméstica. Cuando yo era pequeño, y salía con mi madre a comprar, y ella se encontraba con alguna amiga, y esa amiga le preguntaba por un artículo caro o de difícil consecución (en aquellos días todo lo que no se saliese de lo imprescindible, porque mi familia era y es humilde) mi madre siempre decía que habría que esperar a cobrar “la paga del 18 de Julio”.
Por el tono, yo siempre pensaba que aquello del 18 de Julio debía de ser como que te tocase la lotería de navidad.
Luego, la democracia avanzó, Naranjito patrocinó el mundial que dejó su huella en las monedas de cinco pesetas y,al mismo tiempo, el privilegio de tener pagas extraordinarias se empezó a hacer vez más infrecuente.
Raros han sido los contratos que yo he tenido en España con catorce pagas. Fue una de mis primeras lecciones a nivel laboral.
Una especie de bienvenida menesterosa al mundo real.
-¿Y las pagas?
-Me las prorratean –decíamos. Y de esa manera, conseguíamos que, en vez de tener un sueldo mísero de 750 euros mensuales, catorce veces, teníamos un sueldo que rozaba lo humilde, doce veces al año.
Más o menos por esa época, empecé a leer sobre la Transición, uno de esos rarísimos momentos de nuestra historia (a la de España me refiero) en que la sensatez pareció imperar en la vida pública.
Era una sensatez con muchas carencias, es cierto, dirigida por una élite cuyo estátus decaía y patrocinada por un grupo de aspirantes que venía empujando y que miraba con ojos golosos las poltronas del poder.
Una de las cosas que más me llamaba la atención entonces era que no se podían leer más de dos páginas sobre la transición sin que se apareciese alguna referencia al “espíritu del dieciocho de julio”.
Generalmente eran los viejos, los que se enfrentaban a regañadientes con la batalla perdida, quienes mencionaban la fecha en cuestión como un lugar común en el que confluían una serie de tópicos de segunda mano (la mayoría copiados del fascismo italiano) y unos arreos retóricos que sólo servían para pergeñar discursos que, en aquella España de los setenta, sólo escuchaban ya los que no se habían dado cuenta de que la Historia había empezado a ir por otro sitio.
El dieciocho de Julio. La dicción melindrosa de Carlos Arias Navarro, el matonesco acento madrileño de Girón de Velasco, ese hombre que hablaba como si estuviera cantando un chotis.
El 18 de Julio de 1936, sábado, Federico García Lorca estaba en La Huerta de San Vicente. Había ido allí a celebrar con su familia el día de su santo. Un amigo suyo presenció la siguiente escena. El poeta se levantó de la siesta visiblemente demudado. El padre de García Lorca, que sentía un gran afecto por su hijo, le preguntó lo que le pasaba. Dijo Lorca que había tenido un sueño y el padre repuso:
-Cuéntalo, que si los sueños se cuentan no se realizan.
Federico García Lorca relató entonces que se había visto cadáver. A su alrededor, varias mujeres veladas lloraban desconsoladamente. Pocas horas después, el poeta fue detenido y su vida segada en la llamarada primera del último de nuestros enfrentamientos fratricidas.
Las guerras civiles son la tradición española más arraigada. Al país le gusta jugar al juego de dividirse en dos tendidos que se arrogan la razón y la legitimidad. En España no nos basta convencer al adversario, queremos eliminarlo para siempre, que no pueda levantarse más. Por el exilio, por la muerte, por la humillación y el escario público. Por eso, cada dieciocho de Julio, los periódicos se complacen en demostrar que el bando que paga su línea editorial era el que tenía la razón. Unos, porque les asistió la pericia militar, los otros, porque les asistió, según ellos, la poca decencia que quedaban en aquella España manchada por los extremismos.
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