(Publicado originalmente el 16 de Agosto de 2010)
En esta era, en la que cada tribu tiene su Disneyland, Berlín es el parque temático de lo alternativo; lo mismo que Viena es el museo del esplendor algo amojamado de la corte decimonónica de los Habsburgo.
En Berlín, sin embargo, no hay mojama, ni polvo de momia que valga, así que la ciudad no tiene más remedio que soportar los daños colaterales de su exceso de vida; como que el metro, a ciertas hora, se convierta en una corte de los milagros llena de exyugoslavos tuertos y de ancianas que, encaramadas en sillas de ruedas inverosímiles, venden los recovecos de su demencia. Acostumbrado al ambiente fluido y francamente inocente de la capital del Danubio, también llama la atención del viajero meridional la presencia de seguridad privada en los sitios más inverosímiles. En algunas zonas, Berlín es un hervidero de tipos de aspecto gangsteril, bíceps elefantiásicos y ceños fruncidos que vigilan displicentemente a los turistas mientras degluten partes de pollo sin identificar.
En Berlín, como en ninguna otra parte, se ve también en vivo y en directo el ciclo del arte; que nace en la marginalidad de los que no encajan, crece entre la basura que no sabe del buen gusto, es decantado por esa minoría de privilegiados que tienen un pie en el vertedero y otro en la perfumada moqueta; y, por fin, triunfa en los salones de aquellos para quienes los seres humanos somos números lejanos, apenas figuritas que, ordenadas siguiendo curiosos dibujos, forman el abigarrado fondo de su vida.
No en vano Metrópolis, una película que juega como ninguna con las consecuencias de la verticalidad, nació en Berlín y, si hoy conserva su vigencia, es porque, más que nunca, es la ficción sobre la ciudad que más se corresponde con la realidad de su día a día.
(…)
Durante esta semana corta en la capital alemana, he viajado mucho por su metroy me ha parecido que es un resumen perfecto de lo que es el ser humano de esteprincipio perpetuamente aplazado del apocalipsis.
A través de unas pantallitas de televisión, los viajeros acceden a una realidad que parece tan lejana como la de esas bolas de cristal llenas de nieve artificial; como si el canal interno del metro berlinés informase sobre el devenir de los acontecimientos de un remoto planeta extrasolar. Por ejemplo, estos días, en un lugar ficticio al que llamaremos Moscú, como en una pesadilla que Nina Hagen hubiera tenido en 1985, la gente vivía bajo la amenaza de una nube de smog radioactivo. Tras esta preocupante noticia, el tiempo, y tras ella, la supuesta infidelidad de un deportista al que sólo se le conocía hasta ahora una gama mucho más casta de talentos.
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