Para el duque de Alterlaa
15 de Julio.- Los restos mortales de Otto de Habsburgo llegaron el jueves a Viena procedentes del santuario de Maria Zell, en donde se habían celebrado los penúltimos funerales en su memoria y en los de su esposa, la princesa Regina.
Ayer, en cumplimiento de la promesa que le he hecho a un amigo, de informar de todo lo que viese, me pasé por la Cripta de los Capuchinos, lugar en donde está expuesto el féretro e hice las fotos que podrán ver mis lectores, como siempre, si pinchan aquí.
A pesar de que no había mucha gente, tuve que esperar una hora de cola. El público, eso sí, era variopinto. Yo calculo que monárquicos monárquicos, lo que se dice monárquicos, serían como un cuarenta por ciento. El otro sesenta, consistía en curiosos del más variado pelaje. Desde frágiles turistas japonesas enfundadas en impermeables translúcidos de color rosa hasta aficionados a la fotografía que querían probar el equipo que los reyes (magos, en este caso) les habían traido estas navidades.
Lo que estaba claro, eso sí, es que los del cuarenta por ciento se conocían todos más o menos de vista. Había miradas cómplices, gestos, saludos apenas perceptibles, que no dejaban lugar a ninguna duda. Y, eso sí, todos muy conservadores. Auqnue también dentro de los conservadores hay tribus. Así, a bote pronto, había Burschenschafters, había católicos más o menos fundamentalistas (sacerdotes del Opus he visto varios, se les reconoce inmediatamente por la sotana completa preconciliar) y había señoras de esas a las que los reyes y las princesas les chiflan.
Las dos que tenía detrás de mi en la cola, al hilo de lo que iban contando los documentales que se iban proyectando en la pantalla gigante instalada en la plaza del Kohlmarkt, no cesaban de hacerse lenguas de lo súmamente majo que era don Otto, de todo lo que había hecho por la Patria, y de lo injustamente que había tratado su historia a su figura. Los documentales, naturalmente, eran hagiográficos. Don Otto en el Parlamento Europeo, Don Otto explicándoles a unos colegiales, en el palacio de Schönbrunn lo que era ser rey (acostarse siempre muy tarde sirviendo a la Patria), Don Otto el políglota (en una sesión del Parlamento Europeo preguntaba en alta voz “¿Todos votados?” con lo cual me quedó a mí poco claro que Don Otto tuviera un español tan solvente como, eso sí, era su francés); Don Otto recordando a su abuelo Francisco José...En fin: las aventuras de Don Otto.
Delante de mí, un caballero de mi edad o poco más, vestido con las galas tradicionales austriacas que son el colmo de la elegancia salzburguesa, se palpaba nerviosamente el bolsillo interior del sakko y tiraba de la correa de un simpático perro salchicha marrón, que meneaba el rabo bastante ajeno a la importancia de la figura que su amo había venido a cumplimentar. La policía vienesa se dedicaba a poner las vallas metálicas que contendrán la presuntamente renacida euforia monárquica de los vieneses y los trabajadores de la ORF, con su impasibilidad habitual, montaban los chiringuitos en donde estarán puestas las cámaras.
De pronto, me fijé en un caballero alto, sumamente elegante, que ofrecía una pose de extraordinaria tristeza. Tan reflexivo y tan conmovedor estaba que, sin darme cuenta de que él era él, le enfoqué y ¡Zasca! Le hice una foto. Mi amigo, ni se dio cuenta y yo sólo caí en quién era él cuando, haciéndose visera con la mano, me reconoció y me hizo señas. Se da la circunstacia de que este hombre, indudablemente distinguido, es el único amigo que tengo que, según parece, es íntimo de un monarca reinante. No me extraña nada, porque yo, si fuera dicho monarca, no podría encontrar a una persona más digna de mi confianza.
La cola avanzó, el perrillo de mi compañero de fila quedó atado a una de las barandillas de hierro de la iglesia de los capuchinos. Dentro del templo, se apagaron las voces. No se escuchaba nada más que el clás clás de las máquinas de fotos de los que, como yo, queríamos inmortalizar el momento. Al llegar a pocos pasos de los féretros, el del perro salchicha inclinó la cabeza visiblemente emocionado varias veces. Frente a él, la panoplia de chatarras que Don Otto había recibido a lo largo de su larga vida. Tras los dos ataudes, señoras con aspecto triste (mantilla) caballeros vestidos de luto riguroso. Indudablemente familiares.
Entre los bancos de la iglesia, intentando eludir la vigilancia de una madre joven, rubia y guapísima (también de mantilla) dos criaturas querubínicas trataban de jugar. Hechas las fotos, rezado un padrenuestro por el difunto, comprobado que en la muerte nos aproximamos todos a una cierta igualdad, cogí mis bártulos y salí a la calle por la puerta designad para la salida (la que normalmente utilizan los turistas para entrar a la Kapuzinergruft).
-¡Eh! Oiga, que esa señora se ha colado.
Como si fuera española: una lista que quería colarse por la puerta de salida. El guardia, vestido de marengo, la detuvo:
-Oiga, oiga, gnedige Frau ¿Dónde va usted?…Por la otra puerta. Sólo por la otra puerta.
Mi amigo, sonriente, me esperaba en la entrada.
-Y tú, qué haces aquí.
Sonreí yo también:
-¿Yo? En calidad de exsúbdito, hombre. En calidad de exsúbdito.
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