LMG

Del fondo de mi alma oscura/ van hasta ti mis dolores/ como una sarta de flores/ en empobrecida blancura.

9 de Noviembre.- Ayer , mientras N., y yo nos tomábamos una cervecita, estuvimos hablando de esto y de lo otro y llegado un momento, salió el tema de Rocío Jurado (entre otros, tengo ese post de cine español pendiente). Los españoles tratamos mal a nuestros monstruos sagrados. Y a mí no me cabe duda de que Rocío Jurado era uno de esos talentos que se dan una vez cada siglo. Hay muy pocas personas que, con el tiempo, se ganen el derecho a usar el artículo determinado delante de su nombre. Pocas. La Jurado era una de ellas. Estaban todas y, además, la Jurado. Jugaba en una liga distinta.
Uno no puede dejar de preguntarse qué hubiera sucedido si Rocío Mohedano hubiera sido americana. Probablemente hoy sus hijos serían unas personas riquísimas (o un poco más de lo que son ahora) y sus grammys se subastarían en Sotheby´s.
Con Rocío Jurado se alcanzó, por un lado, la perfección de un género (la copla) y, por otra parte, ella es el puente que llevó la canción melódica española hacia otros terrenos que otras cantantes más ortodoxas, o más endeudadas con el género, no hubieran nunca explorado. Rocío Jurado limitaba al norte con la balada romántica y al sur con un magma flamenco, caliente y aromático, que teñía cada una de sus interpretaciones de un desgarro personal. Si a esto le añadimos una cuidadosísima puesta en escena de cada una de sus canciones (historias perfectamente redondas y reconocibles de dos minutos y medio) y una enorme habilidad para explotar sus limitaciones y convertirlas en virtudes, tenemos todos los ingredientes del genio.
Como Lola Flores, otro fenómeno de la naturaleza, la Jurado trabajaba mejor sola. Los dúos sólo conseguían que el otro cantante (generalmente más convencional) palideciera ante semejante torrente de verdad.
Porque en esto del arte, como N, y yo hablábamos a yer, esa es la única receta mágica. Todo lo falso envejece y muere; todo lo bonito, más tarde o más temprano, se convierte en cursi. Sólo la verdad consigue pasar las aduanas del tiempo, porque sólo la verdad conecta con lo inmutable que todos llevamos dentro.





Y Rocío Jurado era verdad. Era sexo de verdad (o su manera de entender el sexo), era amor de verdad (o su forma particular de entender el amor) era tristeza y desgarro de verdad. Y eso es impagable.
Antes de irme de España, cuando la Jurado estaba ya muy enferma, su casa de discos de siempre (CBS) sacó una recopilación fascinante que, a pesar de serlo, estaba destinada a ser carne de taxista y radiolé. Se llamaba “Señora” y pretendía ofrecer un panorama (escasito) de lo que había sido la carrera discográfica de la señora Mohedano y, por qué no, prolongar un poco la rentabilidad del producto Jurado antes de que el cancer terminara con él.
Ahí estaba, para quien quisiera oirla, la canción del fuego fatuo, de Manuel de Falla, cantada con un amor por el detalle, fraseada con tanta delicadeza, que la convertía en una pieza única. También están en esos dos discos las canciones de toda la vida, las que cantan los travestis, las que tararean los albañiles subidos a los andamios, las que se gritan en las borracheras de las despedidas de soltero, las que han alcanzado el honor de convertirse en la voz del pueblo. Interpretaciones mil veces imitadas pero que la Jurado recreaba siempre, en cada escenario, apoyada en el piano, con un clavel en la mano. Un rojo, rojo clavel.
Los últimos años de la Jurado fueron tristes. Tras los últimos noventa, no volvió a ser la misma. Quizá la enfermedad, o el paso del tiempo. La casa discográfica de siempre decidió que sus discos no eran rentables. Su última grabación, con la sinfónica de Bratislava (un disco curioso en el que la diva y la orquesta no llegaron a encontrarse) fue financiada por un productor mejicano. La más grande hubiera iniciado con él el camino de su retiro por que su voz, a los sesenta años, no era la de siempre.
La Jurado se convirtió en pasto de lenguas más o menos venenosas y se utilizó su cara más superficial para maltratarla durante su camino hacia el cementerio de los elefantes.
Pero la Jurado ha sobrevivido porque es inmortal. Vive en cada una de las personas que han sentido un crujido frío y seco una mañana gris, cuando se han abrazado a alguien; y se han dado cuenta de que se les había roto el amor. De tanto usarlo.



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