Antiguo billete de 1000 con la imagen de Benito Pérez Galdós
Colonia (y 2)

26 de Febrero.- (Copiado de un ejemplar de Cánovas, de Benito Pérez Galdós hallado en Colonia en las circunstancias que el lector conoce. La acción se sitúa en 1875 –(!)- durante el primer desfile de Alfonso XII por las calles de Madrid. Dice Don Benito por boca de un personaje: )
“Sabrás ahora, mujercita inexperta, que los españoles no se afanan por crear riqueza, sino que se pasan la vida consumiendo la poca que tienen, quitándosela unos a otros con trazas o ardides no siempre de buena ley. Cuando sobreviene un terremoto político (...) el pueblo mísero acude en tropel, con desaforado apetito, a reclamar la nutrición a la que tiene derecho. Y al oirme decir el pueblo (...) no entiendas que hablo de la muchedumbre de chaqueta y alpargata, que ésos, mal o bien, viven del trabajo de sus manos. Me refiero a la clase que constituye el contingente más numeroso y desdichado de la grey española; me refiero a los míseros de levita y chistera, legión incontable que se extiende desde los bajos confines del pueblo a los altos linderos de la aristocracia; caterva sin fin, inquieta, menesterosa, que vive del meneo de plumas en oficinas y covachuelas, o de modestas granjerías que apenas dan para un cocido. Esta es la plaga, esta es la carcoma del país, necesitada y pedigüeña, a la que tenemos el honor de pertenecer”.
Hace más de cien años. Lavada un poco la cara al texto, el análisis sería perfectamente válido hoy.

La catedral de Colonia es como la concha de un gigantesco molusco prehistórico. Respetada por los bombardeos aliados, uno no puede dejar de pensar en lo que, durante su construcción, tuvo que suponer esta maravilla arquitectónica que ocupa el antiguo emplazamiento de unos baños. Nuestros cicerones nos dan la oportuniad de verla desde el edificio de la WDR (Westen Deutsche Rundfunkt, la tele pública alemana). Desde la terraza del edificio (decimotercera planta) el templo aplasta a todas las edificaciones, modernas o antiguas, que tiene alrededor. Nuestros guías hablan de este gigantesco relicario como de algo vivo. Como de una señora muy anciana. Dentro, en el bosque de pilares, reina un fresco y amable ajetreo.

Esta noche creo haber cubierto mi cuota de buen rollo para varias décadas. Tras cinco horas de bailar canciones escritas para niños de dos años expreso mi deseo de que se desaloje la prisión de Guantánamo de presuntos islamistas, y se la rellene de autores de Schlagger (¿Qué sentirán los extranjeros en Sevilla a dieta de Cantores de Híspalis y Amigos de Gines?).
Tras varios cientos de Kölsch (esa cervecilla que entra tan bien) no tengo más remedio que abrirme paso hasta el baño. Por misteriosas razones (quizá mi viril y decidido modo de abrirme paso a codazos, curtido en la procelosa noche madrileña) alguien averigua que soy español:
-Hola, hola ¡Español!
Y yo, sonriente:
-Hola, qué tal estás.
El orgulloso aborigen colonés:
-Muy bueno. Yo ir de vacaciones a Gran Canaria –y luego, a grito pelado y con mímica- ¡Olé!
Y yo, sin dejar de sonreir (al fin y al cabo, uno lleva siempre en el pecho un estandarte con la alegría de España):
-Olé, olé. Y viva tu madre.
Y el aborígen arrobado:´
-Tchüsch, hombre.
-Hale, hale, a irse por la sombrita.
Y el otro:
-Olé, olé.

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