Un mapa de las preciosas montañas eslovenas, fronteras con el Friuli (o Friaul en alemán)
El viajar es un placer (primera parte): el caso del café dopado

3 de Mayo.- En primer lugar, quisiera felicitar a todas las madres (por supuesto, a la mía en primer lugar). Esas mujeres cuyo trabajo no termina con parirnos, sino que encima tienen que apechugar con cómo les salgamos. Lo mismo si nos da por encerrarnos en algún lugar para que nos graben, que por ser actores porno, por emprender una carrera musical o por asesinar al por mayor o al detalle. Mamá siempre estará ahí cuando todos los demás nos hayan dejado en la estacada (y encima, se ocupará del avituallamiento ).
Ahí es nada.
En fin: ya estoy de vuelta de Italia y tengo que decir que lo mejor de todo ha sido que he estado tres días sin enterarme de que por el planeta resuenan el galope de los jinetes del apocalipsis pandémico.
Al volver al mundo, después de haberme entregado a una orgía consumista que me ha dejado nuevo, había en España veintitantos griposos más, en Egipto protestas por la calle porque se han dedicado a sacrificar a todos los cerdos por si los virus y, según mi madre me ha contado, la gripe cochina incluso había dado para una historia surrealista.
En Canadá, parece ser que un paisano contagiado del virus gripal a una inocente piara.
Mi madre me ha soltado el titular así, a bocajarro, y uno, como es malicioso, lo primero que ha preguntado ha sido por la inocencia perdida de los animalitos (tantos años de telebasura es lo que tiene). Por suerte, la ORF me ha tranquilizado (a mí, y a varios miles de activistas de Greenpeace que han respirado aliviados): el contagio no se ha producido por ningún comercio contra natura del hombre con los gorrinetes, sino por un trato estrictamente laboral: el griposo señor trabajaba en una granja porcina.
En fin. Italia la bella.
Me fui el viernes tomando una ruta muchísimo más larga de lo que suelo. Atravesé la frontera de Eslovenia para ver las magníficas moles montañosas que la separan de la península Itálica. En dichas montañas aún hay nieve (varios metros) y pistas de esquí, y blancuras inmunes al deshielo. Las carreteras, eso sí, tienen demasiadas curvas para mi gusto y, como descubrí demasiado tarde, para el de mi estómago.
Esta vez ha sido la primera en mis treinta y tres años y medio de vida en que me he mareado montado en un vehículo. Aunque puede ser que también tuviera la culpa un café no muy católico que me sirvieron en una idílica choza montañesa.
La señora (una eslovena con mucho desparpajo y una permanente que le aumentaba la cabeza al doble de su tamaño natural) nos puso un café con leche con varias cosas blancas (y sospechosas) flotando en la superficie.
Mis compañeros de viaje, austriacos, renunciaron a tomarse el bebistrajo pero yo, al pensar en la maternal cara de la eslovena permanentada, me sentí obligado a no darle un disgusto y, entre ascos, me tragué aquello que (los austriacos estaban en lo cierto) sabía de manera inconfundible a polvos para asesinar cucarachas.
Los siguientes kilómetros fueron una tortura. Curvas y más curvas, metros y más metros de descenso en picado. Frenazos, acelerones. Ya en la llanura, largas rectas sombreadas por chopos unánimes que querían precipitarse sobre mí...Cuál no fue mi alegría cuando descubrí que habíamos llegado a las cercanías de Tarvisio, en el Friuli. Por fin terreno conocido, por fin un restaurante en el que intentar calmar las iras de mi estómago...
Pero esto, y otras cosas, lo contaré mañana.

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