15 de Abril.- La semana pasada, cuando el buen tiempo hacía pensar que la primavera había llegado para quedarse, estuve tomándome unas cañitas, como casi todos los jueves, con mis amigos L., historiador, y J., economista. Ambos personas leidas, y muy preocupadas, en el mejor sentido del verbo, por ver un poco más claro entre los intríngulis de la nación que nos acoge a los tres.
Salió, como muchas veces en nuestras conversaciones, el tema del nazismo y abordamos de pasada un punto que nuestro país adoptivo tiene en común con el sitio que nos vio nacer: la idealización de dos periodos históricos que, de ninguna manera, fueron tan ideales. En Austria, el tiempo del que , a veces, se olvidan los momentos más sombríos es la primera república, que abarca desde la caida de los Habsburgo hasta la anexión por los nazis en 1938. En España, el periodo objeto de la dulcificación es la segunda república que, como mis lectores saben, empezó tal día como el de ayer de 1931 y terminó cuando el lado fascista ganó la guerra civil.
Las dos idealizaciones se explican por un mecanismo psicológico que a mí me parece universal y que funciona también en las relaciones amorosas. Por hablar en plata: aquel a quien dejan siempre tiene mucha mejor fama que aquel que decide coger la puerta e irse. En las guerras, en la mayoría de los casos, los vencidos siempre tienen mucha mejor reputación que los vencedores.
Cuando los bárbaros nazis invadieron Austria y se merendaron su territorio sin disparar un solo tiro, aquel país pequeño, confuso, hambriento, sumido en la crisis económica y enormemente polarizado políticamente no era ni siquiera una democracia. O, por expresarlo más claramente, como mi amigo L. dice siempre, la república que sucedió a la caida de los Habsburgo fue, en muchos aspectos como la República Española, “una democracia sin demócratas”.
En el caso español existía, además, un componente al que yo creo que los hagiógrafos de aquel periodo han prestado poca atención pero que resulta, yo creo, inseparable de la manera de ser que todos los españoles llevamos en nuestro ADN: cuando la República se proclama, pero aún más cuando la guerra civil se desata, hay muchos españoles que piensan que, por fin, ha llegado la “hora en que la tortilla da la vuelta”. En aquel ambiente, en aquella Europa en la que el duelo no era entre el sistema republicano y la monarquía, sino entre demócratas y antidemócratas, o entre fascismos de izquierda y fascismos de derecha (si es que hay alguna diferencia), era poco probable que se escuchasen las voces más o menos templadas de uno y otro bando (que las hubo, aunque como siempre tuvieran pocas posibilidades de ser escuchadas).
Las películas y los tópicos más sobados presentan a la República Española, lo mismo que a veces a la primera República Austriaca, como un sistema compuesto por unas personas de invariable aire patricio, progresistas e ilustradas, cuyas ilusiones de un mundo mejor cayeron aplastadas bajo la violenta bota del fascismo cerril. Fue así en algunos casos, como en el de Miguel de Unamuno, pero también es cierto que, dentro del propio régimen republicano hubo personas que se las vieron y se las desearon para contener la barbarie y la pertinaz estupidez que, lo mismo entonces que ahora, distingue al ser humano. Basta pensar, por ejemplo, en los testimonios de gente tan poco sospechosa como José Bergamín sobre las atrocidades cometidas en el Madrid del verano de 1936.
Tanto la República Española como la Austriaca tuvieron que bregar, además, contra una realidad que sigue estando presente, algo atenuada, en nuestros días: ni Madrid es España, ni la progresista Viena es representativa del campo conservador. La prueba es que, cuando estalla la guerra civil, fueron las áreas urbanas las que, mayoritariamente, permanecieron fieles al gobierno constituido y el mundo rural, casi sin excepción, quedó en manos nacionales.
Hasta aquí los puntos en común entre Austria y España, pero quisiera terminar con una diferencia fundamental: a pesar de todos los pesares, los Austriacos contemporáneos han conseguido mayoritariamente ver ese periodo, incluso el nazismo subsiguiente, exactamente como lo que son: producto de su tiempo, de unas circunstancias históricas felizmente idas. Acontecimientos de los que se puede hablar con la misma objetividad con la que los españoles nos referimos al cerco de Numancia.
Leyendo ayer muchos artículos de prensa, uno no dejaba de pensar que hay cosas que el pueblo español en su conjunto no ha asumido; que siguen ahí vivas, agazapadas. Una intolerancia, una falta de respeto por el otro que, francamente, da muchísimo miedo.
Foto: Archivo Viena Directo
2 comentarios:
Excelente entrada. Me alzo el birrete ducal :)
Y yo le hago una reverencia margravense :-)
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